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México D.F. Miércoles 27 de agosto de 2003

Javier Wimer

2 premios 2

Hace pocos días, en ceremonias distintas, recibieron la Medalla de Oro de Bellas Artes dos distinguidos mexicanos: el poeta Alí Chumacero y el pintor José Luis Cuevas. Aunque desconozco las normas de este premio -que, por cierto, también fue atribuido a Manuel Alvarez Bravo en el umbral de su muerte-, no puedo menos que manifestar mi simpatía por una decisión que honra a los galardonados y al premio mismo.

La generación de Tierra Nueva a la que pertenece Alí Chumacero emerge a principios de los años 40, cuando la generación de Contemporáneos y aún la más próxima de Taller ya presentaban una obra renovadora y consistente. José Gorostiza había publicado su Muerte sin fin en 1939 y Octavio Paz cerraba el ciclo de la poesía inspirada en la guerra española e iniciaba un camino más personal. Los jóvenes poetas tenían por trasfondo, punto de referencia y desafío a una legión de escritores de primerísimo nivel.

De todos modos, Alí Chumacero asumió el riesgo y publicó en 1944 su Páramo de sueños. Primero de sus libros, pero no por ello tentativo o titubeante, sino obra imperativa que define los contornos y las fronteras de un lenguaje y una estética personal. A este título agregaría otros dos: Imágenes desterradas, en 1948, y Palabras en reposo, en 1956, que constituyen el núcleo central de su producción literaria y le conquistaron un lugar de excepción en la poesía en lengua castellana.

Su figura destaca en un siglo de poetas mayores y su poesía ha sido elaborada en los más exigentes alambiques del lenguaje. Procede de un sorpresivo encuentro con la realidad que el poeta construye y articula en textos donde nada falta ni sobra, donde cada palabra tiene su lugar y donde cada línea proclama la gloria de su realidad verbal.

De raíz barroca y romántica, la poesía de Alí Chumacero somete la expresión a la dura disciplina para alcanzar la claridad del trazo y el estilo sentencioso que se asocian a ciertas formas de la belleza clásica. Poesía que nace en el deslumbrante resplandor del relámpago pero que aspira al orden de los jardines geométricos, a la inmutable perfección de los silogismos.

Pero el creador de estas imágenes perdurables no es una asceta ni un derviche que gira sobre sí mismo, sino un hombre que ama la vida, el amor, la risa, los placeres de alcoba y de cocina, las buenas y las malas compañías, con las que se realiza cotidianamente en la comunidad de la palabra hablada. Un hombre que ha encontrado en el humor, en la ironía y en el sarcasmo una manera eficaz de encubrir su condición de poeta y de interpretar con sencillez deliberada oficios que se asocian comúnmente a la solemnidad y a la grandilocuencia.

Por estas y otras razones, el único Alí verdadero que conocemos -el poeta, el erudito, el maestro, el crítico y el editor- merece la distinción de este y de todos los premios que ha recibido y habrá de recibir.

El nombre y la cara de José Luis Cuevas resultan familiares para todos los que están relacionados con algún medio de comunicación, desde el teponaxtle hasta el Internet. La causa es su afición o compulsión por estar cerca de la gente, por manifestar sus opiniones sobre todos los temas imaginables, por compartir su universo íntimo, que choca con los pudores lópezvelardianos que aún cultiva la sociedad mexicana.

A muchos les gusta esta manera de ser, a muchos no tanto, pero es curioso comprobar que casi todos hablan de él como si se tratara de un pariente cercano, lo que hace pensar que José Luis ha entrado, como los personajes de telenovela, en el corazón de todos los mexicanos. Sin embargo, la diversidad de papeles que desempeña, su proclividad por las cámaras, entrevistas y confesiones, su permanente presencia en las marquesinas, desvían o diluyen la atención pública sobre el significado y trascendencia de su obra.

Desde muy joven encontró su vocación, definió su estilo y contribuyó, con otros artistas contemporáneos, a restaurar la legitimidad y el prestigio del figurativismo. En México fue protagonista relevante de la llamada generación de la ruptura y se dio a conocer principalmente por su enfática militancia contra la pintura de la Revolución Mexicana, que llevaba tiempo de haberse convertido en una rama seca de la cultura oficial.

La magnitud y la importancia histórica de la obra de Cuevas tiene origen, desde luego, en la singularidad de su talento y de su poder creativo, pero también conviene detenerse en su ejemplar disciplina de trabajo. Tiene varias agendas, pero la principal gira en torno de las tareas que le impone su condición de artista y de artesano. Ya reconocido por su excelencia en el dibujo, en el grabado, en la pintura, en años recientes ha encontrado en la escultura, como Juan Soriano, una manera de representar sus imágenes en tercera dimensión.

Como se sigue de lo dicho, la reciente entrega de medallas a estos creadores de numerosos y reconocidos méritos, constituye un justo reconocimiento a vidas y obras personales que forman parte de nuestra historia colectiva.

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