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México D.F. Viernes 5 de noviembre de 2004

Armando Labra M.

Presupuesto 2005. Dios, diablo, Zedillo

Hace muchos años que el Presidente estudió administración de empresas y una de dos: o no le enseñaron o no aprendió sus lecciones de economía elemental. Al menos no lo suficiente para saber que nada le debemos a Dios ni al diablo ni a Zedillo en materia de política económica; los unos porque se ocupan de otros menesteres mucho más interesantes y el otro porque, al igual que sus antecesores y que el propio Fox, sólo que seguramente sin saberlo, nada han aportado a la política económica como no sea operar las instrucciones que otros les definen. Otros, por cierto, que no aplican lo que profesan e imponen en países como el nuestro.

La disputa por el presupuesto 2005, lejos de haber concluido, apenas comienza. Al aprobar la Cámara de Diputados la obligación de Ejecutivo de allegarse 1.8 billones de pesos, es necesario aumentar los ingresos públicos en 80 mil millones de pesos, 4.4 por ciento por arriba del proyecto de Ley de Ingresos que envió Fox al Congreso. Aunque pírrica, es una victoria de los legisladores romper con la visión restrictiva de tal proyecto.

Los argumentos para financiar ese pequeño aumento de los ingresos públicos son sanos. No violentan en nada la estructura ni la salud de las finanzas públicas: ajustes fiscales mínimos, recortes al gasto, aumentar levemente el déficit fiscal, revisar al alza la estimación del precio del petróleo mexicano. Nada extraordinario ni desconocido, incluso hasta recomendado por el Banco Mundial, como la elevación del déficit, que se encuentra, aun con el aumento, dentro de márgenes verdaderamente reducidos para la capacidad de pago gubernamental. Más aún, sin este paquete hubiera sido posible financiar la mayor parte de los 80 mil millones aplicando el superávit primario acumulado a agosto, que ya sumaba 72 mil millones, y sin considerar los posteriores ingresos derivados del alza en los precios internacionales del petróleo.

La lección importante del pequeño, pero significativo logro de los diputados consiste en evidenciar que, en efecto, es falso que no haya recursos. No sólo falso, sino dogmático. Que no se trata de un asunto de misteriosas y complejas técnicas presupuestales, sino de la determinación política de alterar el uso de los dineros públicos. Que los supremos designios económicos de Dios y Zedillo son mutables y que lo que importa no es el monto del déficit o de la deuda, sino el destino que se dé a los recursos presupuestales. Si en efecto se incurre en déficit para pagar la nómina, es claro que cualquier monto es excesivo.

El debate, pues, apenas comienza porque, independientemente de contar con ingresos levemente superiores a lo propuesto por el gobierno, es la asignación de esos dineros a través del presupuesto lo que determinará la magnitud del acierto o el fracaso del logro legislativo.

Entra en escena la posibilidad de que cambie algo fundamental: las prioridades de gobierno. Los diputados pueden enfrascarse en el regateo de cifras y montos, derivado de presiones de tirios y troyanos, o pueden sentar el precedente de jerarquizar los criterios políticos del presupuesto con base en las prioridades emanadas de las necesidades de la sociedad y la economía hasta ahora abandonadas por la acción gubernamental.

La política económica oficial se caracteriza por concebir que no haya mejor política económica que la que no existe o la que surge de las fuerzas del mercado. Los resultados están a la vista. Mientras las economías emergentes y en desarrollo están creciendo a los mayores ritmos en 30 años, arrojando tasa promedio de 6.6 por ciento, nosotros ni la mitad alcanzamos. Ello implica reconocer que en México no se crecerá al famoso 7 por ciento ni se destinará 8 por ciento del PIB a la educación, ni uno por ciento a la investigación científica ni otro tanto a la educación superior ni se generarán los empleos prometidos, etcétera, etcétera, etcétera. La política económica oficial es un fracaso no sólo por confundir sus prioridades, sino por su clara ineficiencia para cumplirlas.

De ahí la delicada y suprema responsabilidad histórica y política de los legisladores. Pueden entramparse en las ramas pudiendo apreciar e incidir en el bosque. Las prioridades son evidentes y no son muchas, y se cuenta con los instrumentos presupuestales para atenderlas al menos gradualmente: salud, educación, campo, infraestructura productiva, energéticos. En el cómo hacerlo estaría la diferencia de calidad, y en el cuánto destinar a esos rubros, la diferencia de cantidad. Y bueno, Ƒpara quién? En responder con criterio político, económico y social se ubica la diferencia de prioridades que deben aquilatar nuestros representantes en San Lázaro en los próximos 15 días. Ojalá no se equivoquen.

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