La Jornada Semanal,   domingo 27 de noviembre  de 2005        núm. 560

Y AHORA PASO A RETIRARME

Ana GarcíaBergua

BALMOREADOS

Se acercan las elecciones y el buen Mefistófeles —qué tal el oxímoron— anda por ahí, como siempre, tentando a todos los presentes. Los vemos desfilar por la televisión exhibiendo conductas de las que antes eran inconfesables, dando y recibiendo billetes, gritando a telefonazo limpio secretos vergonzosos, haciendo espectáculo, vamos, de las debilidades humanas elevadas al cubo (de la basura, quizá).

Y qué raro que en esta época me haya yo topado con un libro muy curioso en la librería de viejo. Tanto me atrajo que hasta lo escondí porque no traía para comprarlo en ese momento; luego regresé por él y ahí me estaba esperando, o sea que sí era para mí. Se llama Memorias de Carlos Balmori, redactadas por su secretario particular Luis Cervantes Morales, es de 1968 y se trata de las memorias de un Mefisto que entre 1926 y 1931 "compró" a muchos Faustos de esta capital: militares, políticos, señoras honradas, señoritas casaderas, hombres de negocios, policías valientes, médicos y abogados de lo más respetable que hubiera entonces, descubrían su proclividad a caer en alguna bajeza, aceptaban negocios turbios, se divorciaban ipso facto si al magnate le había apetecido enamorarse de su señora, se cortaban las barbas incluso frente a él, todo a cambio de unos billetazos que repartía a diestra y a siniestra en cheques de los más afamados bancos norteamericanos y europeos, y a la vista del fistol de enorme diamante que lucía en la pechera —igual que el diablo de Manuel Payno en El fistol del diablo. Y cuando estaban a punto de ver consumados sus sueños, este hombre que se decía español y ceceaba y soltaba coños a diestra y siniestra, que se decía también militar, que insultaba los caballos más preciados o las mansiones más lujosas, este hombre que a veces les recibía en una humilde casa de la calle Cuauhtemotzin, en una habitación iluminada por un foco cubierto de celofán azul, a la espera de que una médium reparara su ouija de plata para llevarlos a su palacio de Coyoacán, donde les esperaba su alberca de colores llena de huríes, este hombre, les decía, se quitaba los lentes, el bigote gris como de ratón y el sombrero y debajo de este disfraz aparecía una tierna viejecita de chongo: la actriz Conchita Jurado, que a sus sesenta y cinco años había inventado al personaje de Carlos Balmori y con la ayuda de un grupo cada vez mayor de secretarios y ayudantes (entre los que se encontraban gentes muy influyentes y también víctimas anteriores, ahora gozosos cómplices) se dedicaba a desnudar las bajas pasiones de la capital. ¿Verdad que es algo fantástico?

Las "balmoreadas", como les llamaban a estas curiosas operaciones, estaban llenas de detalles, e incluso a veces se balmoreaba a varios simultáneamente. El enorme diamante de Carlos Balmori era un puro cristal, y siempre el magnate se lamentaba de que alguien se lo había robado, casi siempre un "puerquito" a quien los compinches se lo habían sembrado en el bolsillo (lo de "me agarró de su puerquito", por lo visto, data de entonces). Los compinches, por su parte, obligaban a pagar "mordida" al supuesto comprador, con lo que a veces el pobre salía debiendo más de lo que había recibido, antes de saber que en realidad ya no debía nada. Pero lo más curioso de todo este asunto es que nadie descubrió en su momento a la apacible y diminuta viejecita que, con un disfraz precario, armado con ropas de su sobrino y sombreros de aquí o de allá, con el fistol tan evidente y falso, decía disparates como que ya se iba a cazar elefantes al África o que poseía todas las plantaciones bananeras de América del Sur, insultando y ofendiendo a quien se le pusiera enfrente y protegida tan sólo con los ficticios millones y la fama de don Carlos Balmori, dueño de México. Ni el sagaz detective Valente Quintana, nuestro Sherlock Holmes, fue capaz de descubrirla. Será también porque todo el asunto resultaba en aquel entonces inverosímil (o porque, hay que decirlo, Conchita a sus sesenta y cinco tampoco resultaba tan femenina: el Chango Cabral la dibujó en sus dos facetas, de magnate y prefiguración de Sara García). Quién sabe si ahora prosperaría una broma así, en esta época de travestismos más que perpetuos en que los lobos más bien se la pasan disfrazados de abuelitas, como en el cuento infantil.

La tumba de Concepción Jurado, dice este libro que trae fotos y todo de don Carlos Balmori, se encuentra en el cementerio de Dolores, cubierta de mosaicos curiosísimos en los que se representan sus hazañas. Habrá que ir a verla.