Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 14 de octubre de 2007 Num: 658

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

En una tierra extraña
SOMERSET MAUGHAM

El señor sabelotodo
SOMERSET MAUGHAM

Somerset Maugham:
la infeliz honestidad

GRAHAM GREENE

Vigencia de Marx
V CONGRESO "MARX INTERNACIONAL"

El telele de la tele
BOB DYLAN

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Somerset Maugham: la infeliz honestidad

Graham Greene

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“Un escritor –declara Somerset Maugham en estas “Variaciones sobre algunos temas españoles”–, no está hecho de un libro, sino de un cuerpo de obra. Éste tendrá valor desigual; sus libros serán tentativos mientras aprende la técnica y desarrolla sus capacidades; y si, como sucede a la mayoría de los escritores, porque se trata de una ocupación saludable, vive demasiado tiempo, su trabajo final mostrará un declive debido a los años alcanzados, pero habrá un período en el que sacará adelante lo que había para sacar adelante con la perfección de que él es capaz.” A éste último período mencionado pertenece Don Fernando; es el mejor libro de Maugham.


Somerset Maugham.
Foto: Evening Standard

Será un libro inesperado para quienes Maugham significa en lo fundamental adulterio en China, asesinato en Malasia, suicidio en los Mares del Sur, las coloridas historias violentas que elevaron visiblemente el nivel de las revistas populares. Pero existe un Maugham más importante que eso: el sagaz observador crítico humano de Pasteles y cerveza , de los mejores cuentos de Ashenden , del prefacio a los cuentos completos. La característica más evidente en estos libros y en Don Fernando es la honestidad. Ésta ha emergido lentamente del pasado cínico y romántico; hay pasajes en El temblor de una hoja y en El velo pintado que Maugham debió hallar agudamente vergonzosos para recordar, y es interesante ver en Don Fernando que el extenso conocimiento de Maugham sobre literatura española se acumuló cuando era joven, para proveer el material de una novela romántica donjuanesca que nunca escribió. En vez de don Juan tenemos entonces a don Fernando, el mesonero y comerciante de curiosidades que forzó a Maugham a comprar involuntariamente una vieja vida de Ignacio de Loyola, y es con esta vida que comienza su estudio de la vieja España.

Es singularmente picante el contraste entre la opulencia del material (el fiero ascetismo de Loyola y San Pedro de Alcántara, los ingenios de Lope de Vega, la rivalidad de los novelistas picarescos, la comida y la arquitectura y los pintores de España, la torva brillantez de la tierra caprina) y la mente honesta de Maugham, carente de entusiasmo. No digo pedante ni carente de imaginación. La honestidad es una forma de sensibilidad, y usted necesita un oído muy sensible para detectar en las verbosas obras de Calderón “vagamente audible, mientras sucede esto o aquello, los siniestros tambores de poderes invisibles”. Uno pude sonreír con la idea de Maugham haciendo uno de los “ejercicios espirituales” de Loyola y encontrarlos extremadamente severos (“Pensé que iba a enfermar”), pero es esa cualidad de experiencia honesta que hace su estilo tan vívido.

Tarragona tiene una catedral que es gris y austera, muy sencilla, con inmensas columnas severas, es como una fortaleza; un lugar de adoración para hombres obstinados y crueles. La noche cae temprano en sus muros y entonces las columnas en los pasillos parecen encogerse sobre sí mismas y la oscuridad recubre los arcos góticos. Uno se aterroriza. Es como un calabozo. Estuve ahí un lunes de Semana Santa, y un predicador daba un sermón de Cuaresma desde el púlpito. Dos o tres focos desnudos lanzaban una luz fría que cortaba como tijeras los perfiles de las columnas contra la oscuridad… Cada iracunda frase florida era como un golpe y a cada golpe seguía otro con viciosa insistencia. Del más apartado final de la majestuosa iglesia, serpenteando entre las columnas y curveándose alrededor de las aristas de los arcos, sobre la gran nave austera, y a través de las naves laterales semejantes a mazmorras, la voz áspera y regañona le perseguía a uno.

En la superficie, Don Fernando puede ser discursivo; Maugham es a la vez crítico, turista, biógrafo (para encontrar vidas cortas tan sagaces y divertidas uno debe marchar atrás hasta Anthony à Wood y Aubrey), pero él marcha con firmeza hacia adelante hasta la afirmación de su argumento principal: “Parece como si toda la energía, toda la originalidad de esta raza vigorosa haya sido dispuesta para un fin y sólo un fin, la creación del hombre. No es en el arte en lo que sobresalen, sobresalen en lo que es más grande que el arte; en el hombre.” A ese hombre Maugham rinde la más elevada justicia, así sea en la obra de teatro de situaciones artificiales o en el marino desconocido que, cuando el obispo armenio, mártir, le ruega por un pasaje, responde: “Lo llevaré en mi barco, pero dígale que voy a navegar el mar universal.”

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Los cuentos cortos de Somerset Maugham son tan conocidos que puede disculparse a un reseñista que se ocupe primordialmente del prefacio que Maugham hizo para los cuentos completos. Es un ensayo delicioso y “sensitivo” sobre el cuento corto, y tanto más valioso porque representa un punto de vista no común a muchos escritores ingleses. En los años recientes, los escritores ingleses de cualquier mérito han seguido a Chéjov más que a Maupassant.

Maugham es un escritor de gran deliberación incluso cuando su estilo es más descuidado (“boca ardiente”, “desnudez del alma”, “boca como una herida escarlata”); él nunca, siente uno, perderá la cabeza; tiene un punto de vista firme. La banalidad de las frases que he señalado no indican abandono emocional; más bien indican una cierta actitud de indiferencia hacia los detalles de sus historias; la narrativa es algo que debe ponerse antes que aparezca el punto de la anécdota, y Maugham se encuentra algunas veces un poco aburrido en el proceso y fuera de práctica. Para Maugham la anécdota es casi todo; la anécdota, y no los personajes, no la “atmósfera”, no el estilo, es la responsable principal para transmitir la actitud de Maugham; y es la anécdota, en contraste con el análisis espiritual, Maupassant con Chéjov, lo que discute en su prefacio con gran justicia para la escuela opuesta.

No conozco a nadie sino a Chéjov que haya sido capaz de representar al espíritu en comunión con el espíritu en forma tan vívida. Esto es lo que hace a uno sentir que Maupassant es obvio y vulgar en comparación. Lo extraño, lo terrible del caso, es que, viendo al hombre en sus dos diferentes formas, estos dos grandes escritores, Maupassant y Chéjov, lo vieron cara a cara. Uno se contentaba con mirar la carne, mientras el otro, de modo más noble y sutil, reconocía el espíritu; pero ambos acordaron que la vida era tediosa e insignificante y que los hombres eran bajos, sin inteligencia y lamentables.

Esto es muy generoso al venir de un discípulo de Maupassant, y el elogio a su maestro nunca es exagerado. “Los cuentos de Maupassant son buenos cuentos. La anécdota es interesante en forma independiente de la narración, de tal forma que captarían la atención si se contaran sobre la mesa de la cena, y eso me parece un gran mérito en verdad.” Los mejores cuentos de Maugham también son anecdóticos, los mejores son dignos de Maupassant; su falla en alcanzar realmente el rango de Maupassant es en parte su falla para ceñirse a la anécdota. Muchos de sus cuentos cortos se extienden en la región propia de la novela. Tomen por ejemplo “La piscina”, donde la escena cambia de los Mares del Sur a Escocia y de regreso a los Mares del Sur, donde la acción cubre años, y cuyo tema es el matrimonio entre un blanco y una mestiza. Y la preferencia de Maupassant por la anécdota no implica un método que Maugham encuentra muy necesario; el método del “hilo”, de la primera persona del singular. En su prefacio defiende esa convención con habilidad, pero la monotonía del método se hace evidente en el volumen de las obras completas. Uno sólo tiene que recordar cómo esa convención de la primera persona fue transformada por Conrad, para darse cuenta de una extraña limitación en el interés de Maugham por su oficio.

El aire de encontrarse cómodo en un Sion, que desprecia en forma tan correcta y franca, se pronuncia de algún modo en la defensa que hace de las revistas populares. Como explica en su prefacio, llegó tarde en su carrera al cuento corto, ya era conocido como dramaturgo, y no es de sorprender que sus cuentos hayan sido bien recibidos en las revistas. Su buena fortuna lo ha cegado a las demandas que las revistas populares hacen a escritores menos famosos. Cuando señala: “Aún no se ha sabido que un buen escritor fuera incapaz de dar lo mejor de sí debido a las meras condiciones bajo las cuales puede ganarse un público para su trabajo”; él se ha extraviado, pienso yo, por su propio éxito. Escritores que pertenecen a una escuela menos apreciada que la anecdótica, que dependen de la revista intelectual para su mercado, son afortunados si pueden ganar veinte libras por un cuento corto, mientras que el escritor que se acomoda al gusto de las revistas populares puede ganar diez veces esa suma. 1 Es raro que la preocupación financiera sea condición para el mejor trabajo.

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Kinglake se refirió una vez a “esa ley casi inmutable que obliga a un hombre con una pluma en la mano a emitir una y otra vez un sentimiento que no le es propio”, y comparó a un autor con un campesino francés bajo el viejo régimen, destinado a realizar una cierta cantidad de trabajo en los caminos públicos. Yo dudo que otro autor haya hecho –en años recientes– menos labor en los caminos que Maugham. Digo “en los años recientes” porque, como él mismo admite en la recapitulación de su vida y su trabajo, 2 él pasó por la etapa del tutelaje como otros escritores; y el tutelaje de las personas más improbables, los traductores de la Biblia y Jeremy Taylor. La etapa duró más en Maugham que en la mayor parte de otros hombres de igual talento; en el fondo de su trabajo existe una humildad y una desconfianza en sí mismo con efectos aniquiladores, y sus historias tan tardías como El velo pintado eran una curiosa mezcla de juicio independiente cuando trataba de acción, y de clichés cuando expresaba emociones.

Un escritor de talento es el mejor crítico de sí mismo; la habilidad para criticar su propio trabajo se encuentra inseparablemente unida a su talento: es su talento, y Maugham define sus limitaciones perfectamente:

No parecía suficiente tan sólo escribir. Yo quería hacer un diseño de mi vida, en el que la escritura fuera un elemento esencial, pero que incluyese todas las demás actividades propias de un hombre…Yo tenía muchas deficiencias. Era pequeño, tenía perseverancia pero poca fuerza física, tartamudeaba, era tímido, tenía mala salud. No tenía facilidad para los juegos, que cumplen un gran papel en la vida normal de un inglés, y tenía, ya bien fuera por esas razones o por naturaleza, no lo sé, un retraimiento instintivo de los demás que me hacía difícil entablar familiaridad con ellos… A pesar de que en el curso de los años aprendí a asumir un aire de afirmación cuando estuve forzado a contactar extraños, nunca me simpatizó nadie a primera vista. No creo haberme dirigido a alguien que no conociera en un vagón de ferrocarril o hablar con un compañero de viaje en un barco a menos que él me hablara primero… Estas son graves desventajas tanto para el hombre como para el escritor. Tuve que hacer lo mejor con ellas. Creo que fue lo mejor que pude esperar dadas las circunstancias y con las muy limitadas facultades que me concedió la naturaleza.

“No parecía suficiente tan sólo escribir”, e incluso en este libro personal el escritor es renuente a comunicar más de lo que pertenece a su escritura; no nos lleva, como un profesional de la autobiografía, con prontitud comercial, a la confidencia. Su vida contuvo material para la dramatización, y la empleó para la ficción. Existe un diseño en su escritura y no nos alienta a buscar su reverso en la vida: la carrera de hospital (el diseño público está en Liza de Lamberth); el agente secreto en Ginebra (podemos voltear hacia Ashenden ); el viajero, existen muchos libros. El sentido de privacidad, cualidad tan rara y atractiva en un autor, se ahonda en las escuetas referencias a la experiencia en el servicio secreto en Rusia, justo antes de la Revolución, de la que no encontramos trazas directas en sus cuentos.

En lo que más se aproxima Maugham a la confidencia es en una creencia religiosa; si usted puede llamar creencia religiosa al agnosticismo, y el hecho de que en este asunto se encuentre dispuesto a hablar con extraños marca una pausa. Hay signos de confusión, contradicciones… indicios de inhibición. De otro modo uno podría trazar aquí la fuente más profunda de sus limitaciones, porque el arte creativo parece seguir siendo una función de la mente religiosa. El agnóstico Maugham se ve forzado a minimizar; el dolor, el vicio, la importancia de sus prójimos. No puede creer en un Dios que castigue y por ello no puede creer en la importancia de la acción humana. “No es difícil –escribe–, perdonar los pecados a la gente”; suena a caridad, pero puede ser sólo desprecio. En otro pasaje se refiere con burla comprensible a escritores que son “grandilocuentes para decir a usted si una prostituta irá o no a la cama con un joven común”. Ese es un argumento tan viejo como Troilo y Crésida , mas para la mente religiosa del siglo XVI no existía una cosa como el joven común o un pecado sin importancia; los escritores creativos de ese tiempo dibujaban a sus personajes humanos con una claridad que nunca hemos recuperado (para eso tuvimos que ir a Rusia después), porque estaban alumbrados con el resplandor que ofrece la guerra. Robe usted a los seres humanos su celestial e infernal importancia, y habrá robado a sus personajes su individualidad. (“¿Qué debería hacer una mujer socialista?”). Jamás hemos recordado tanto a los personajes de Maugham como a su narrador, con su desprecio por la vida humana, su infeliz honestidad.

Estaba escribiendo en 1934
The Summing-up

Traducción de Rubén Moheno