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¿Existe la verdad en política, existe en historia?
E

n nuestra anterior entrega ofrecimos mostrar a quién sirve la relativización de la verdad en historia y, más allá de la relativización, la supresión de cualquier posibilidad de verdad. Ofrecimos también mostrar que ese relativismo histórico no es únicamente, como sus defensores pretenden, resultado del vuelo de la mente absoluta, sino que sirve a intereses concretos. Trataré de hacerlo siguiendo una reflexión de Felipe Curcó (Revista de Filosofía 131.pdf ).

Una característica de la modernidad surgida de la reforma protestante es el hecho plural. Frente a la pretensión medieval de imponer una sola forma de entender el mundo y situarse en él, en el Estado moderno aparecen diferentes concepciones religiosas, ideológicas y políticas. Frente a la pretensión absolutista de coartar esa pluralidad, aparece el liberalismo, que busca admitir y regular la pluralidad.

Al admitirla, el liberalismo busca un consenso sobre la concepción política de la justicia que no esté basado en concepciones filosóficas ni religiosas, es decir, que tenga valor político, pero no busque la verdad, pues en el consenso deben caber las distintas concepciones del bien y de la verdad. Es decir, la concepción liberal no busca que la justicia o la política sean verdaderas, sino razonables. “El liberalismo político no aspira a proponer una concepción política que todo el mundo deba reconocer como verdadera, sino una que todo el mundo esté llamado a reconocer como aceptable.”

Para lograrlo, el liberalismo pretende transferir toda discusión sobre la verdad, la justicia o la religión, al ámbito de lo privado: todo puede discutirse, dentro del marco de los principios políticos del Estado liberal. ¿Y con qué fin se privatiza cualquier discusión de fondo?, ¿por qué los teóricos del liberalismo se empeñan en separar la verdad de la política? En principio, para garantizar un espacio púbico de entendimiento, basado en la tolerancia. En la práctica, esta hermosa teoría se ha convertido en el mecanismo mediante el cual se vacía de contenido la discusión política y se privatiza lo público.

Al convertir en política esta ideología, los liberales logran que la mayoría de los ciudadanos acepten la idea de la relatividad del conocimiento y de la verdad, y logran también que convengan que las instituciones políticas liberales, democráticas, modernas son (cada vez más) racionales y aceptables. Si los políticos liberales logran eso, entonces –dice Slavoj Zizec– la discusión política se desplaza al ámbito cultural (los derechos de los homosexuales, los derechos culturales de las minorías étnicas, etcétera), despolitizando los temas realmente importantes como la economía, la marginación, la violencia o las injusticias estructurales, puesto que han impuesto el consenso sobre la racionalidad del modelo político y del modelo económico inherente, que ya no necesitan ser discutidos, sólo afinados y mejorados.

Si ya no hay que discutir el régimen político ni el modelo económico, y si las discusiones filosóficas o religiosas se privatizan, la democracia liberal se convierte en el reino de los sofistas: sólo hay opiniones y cualquier referencia a la verdad es inmediatamente denunciada de totalitaria (convengamos que el totalitarismo cambia la ausencia de discusión sobre la verdad, por la imposición brutal de una apariencia de verdad). En consecuencia, hoy tenemos una multitud de perspectivas todas igualmente trivializadas, una serie de narrativas igualmente válidas, donde lo que realmente importa discutir y debatir queda diluido en la frivolidad.

Y así, al relegar el pluralismo a la esfera de lo privado para asegurar el consenso en la esfera pública, logran que los individuos acepten someterse a acuerdos que consideran (o se les imponen) como neutrales. De ese modo, niega el liberalismo la dimensión de lo político.

¿Por qué nos extraña, entonces, que nuestros lideres de opinión sean sofistas vacuos e inconsistentes?, ¿por qué nos extraña que no se pueda –ni se deba– discutir el consenso que condena cualquier forma de relación económica no basada en el imperio del mercado?, ¿por qué nos extraña que nos gobierne un partido que no es de izquierda, ni de derecha, sino todo lo contrario?, ¿por qué nos extraña que las oposiciones de izquierda y derecha lleguen a un consenso sobre las necesarias reformas estructurales y tachen de totalitario o antimexicano a quienes se opongan a ellas?, ¿por qué nos extraña, en fin, que ese falso consenso pretenda dar los últimos pasos para privatizar lo poco que aún es público?

¿Existe la verdad en política, existe en historia? Probablemente no, seguramente no. Pero sí existen las mentiras, y sabemos a quién le sirven.

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