Opinión
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Cuento de espectros para Navidad
S

in novelistas como Charles Dickens, Arthur Conan Doyle o Thomas de Quincey nuestro conocimiento de la sociedad victoriana sería demasiado precario. Si éstos dos últimos documentaron como pocos la cultura del consumo de la cocaína y el opio en Inglaterra, Dickens hizo sin duda el mejor acercamiento a los daños colaterales del progreso: los miles de niños ingleses que fueron utilizados en las minas de carbón, en el tendido de vías entre Manchester y Londres o en las grandes fábricas textiles.

Regimientos de niños que morían de hambre, de viruela o mutilados por las grandes máquinas industriales. Niños que medían 12 centímetros menos que los hijos de los aristócratas y a quienes resultaba más económico comprar y desecharlos que prestarles servicios médicos. Miles de estos niños anónimos y desechables para la puritana sociedad inglesa de esos años construyeron, sin saberlo, la riqueza de Inglaterra.

Si Oliver Twist es el mejor close up de la niñez inglesa en la época victoriana, Canción de Navidad es, quizá, la crítica más efectiva que se haya hecho a la insana acumulación del capital. Decenas de películas y de versiones de teatro se han hecho de esta obra en todos los idiomas sobre la vida del brillante hombre de negocios, el avaro Ebenezer Scrooge.

Scrooge era un avaro incorregible, ¡Un viejo pecador que en su insaciable codicia extorsionaba, tergiversaba, usurpaba, rebañaba y arrebataba!, y a quien al comentársele sobre las carencias de miles de pobres e indigentes, escribe Dickens, se atrevía a preguntar: ¿acaso no ya hay cárceles y hospicios?

Dickens fue uno de esos niños que tuvieron que trabajar. Fue una de esas víctimas del progreso disfrazado de brillante hombre de negocios cuando su padre fue encarcelado por deudas. Trabajó a los 12 años en una fábrica de betún, esa sustancia residual de los procesos del petróleo y una de las más tóxicas que se usaba para impermeabilizar barcos. Y como tantos niños de la Inglaterra victoriana sólo pudo estudiar a trompicones y, para fortuna de nosotros, encontrar el gusto por escribir.

Dickens fue un escritor donde los destripados, los indeseables, los desechables tuvieron un lugar central. ¿Cómo olvidar al huérfano y hambriento Oliver Twist o al pequeño Tim y su muleta en Canción de Navidad?

Y si con Oliver Twist Charles Dickens inventa la niñez según algunos, con Canción de Navidad puede decirse con Chesterton que el escritor inglés inventa la Navidad. Por lo menos la reposiciona en una sociedad puritana donde la hipocresía encarcela a Oscar Wilde por sodomita y permite espacios donde esa y otras prácticas sexuales son toleradas y donde el opio pese a los efectos negativos que entonces ya se conocen, sigue siendo una de las mercancías más valoradas por el gobierno inglés: ante la petición del gobierno chino de no producir ni exportar el opio a su país la implacable reina Victoria lo sigue haciendo.

Dickens escribe en su prefacio de diciembre de 1843 a su Canción de Navidad que con su relato fantasmal he tratado de evocar una idea que no deberá contrariar a mis lectores ni enemistarlos con otros, con estas fiestas o conmigo. Y en otra nota a sus Cuentos de Navidad en los que se incluye al relato en cuestión nos dice que quiso despertar algunos pensamientos de afecto y tolerancia que nunca llegan a destiempo en una tierra cristiana.

Y tal vez esa necesidad de tolerancia y de invitar a hurgar en el pasado, analizar el presente e imaginar un futuro mejor sea parte de la clave de la presencia de las obras de Charles Dickens entre nosotros.

Por eso no se puede leer a Dickens impunemente. La miseria continúa, el progreso vestido de exitoso hombre de negocios sigue valiéndose de engaños y extorsiones y buena parte de la riqueza la siguen generando cientos de hombres, mujeres y niños anónimos, remplazables, que a veces se convierten sólo en una cifra, en una matrícula, en uno de los daños colaterales que se deben pagar.