Opinión
Ver día anteriorMiércoles 11 de mayo de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Información sediciosa
L

a emergencia de Donald Trump como triunfador de las primarias republicanas no ha sido fruto de algún quiebre sicológico de la sociedad. Tampoco muestra de la tontería de las llamadas clases medias, con sus cortos alcances y manipulada información, que de cierto abunda por allá. Tal vez algo puede deberse al desgaste del liderazgo político establecido que, a últimas fechas, ha sido expuesto a una intensa campaña de desprestigio. Al llegar a este punto álgido de las primarias es obligado profundizar para encontrar esas huellas que, al ser examinadas con cuidado, pueden resaltar realidades molestas. La brecha abierta entre ciudadanía y dirigentes es, por demás, un refinado producto de un fenómeno básico que no sólo afecta a un país determinado, sino se extiende por doquier. La escasa sensibilidad del funcionariado gubernamental o la que aqueja a los burócratas partidistas es un reactivo de esa creciente hendidura de legitimidad. Todo esto forma un propicio caldo que permite la aparición de oportunistas atractivos, autonombrados independientes, que ofrecen, con largueza hasta simpática, recetas instantáneas de curación indolora. Pero todo ello no alcanza a cubrir, menos a explicar, la aparición de la figura, sin duda peculiar pero ahora triunfante, del ya ungido candidato republicano.

Inquietante por lo que pueda desencadenar. Urge dirigir la atención sobre los ya abundantes indicios, hechos y análisis existentes que apuntan hacia la grotesca desigualdad existente. Es ella el agente activo por excelencia, básico, del malestar dominante entre los estadunidenses. La desigualdad exige verse como disolvente causal de los valores de la convivencia. Valores que al no atar, como sería aceptable, a una sociedad, permite, en estos momentos de pugna por el poder, que afloren los discordantes, rijosos ríos de inconformidad con lo establecido. Y es en esos revueltos caudales donde Trump chapotea a sus anchas. De ese tropel multitudinario de enojados extrae la fuerza, el apoyo popular, masivo y condescendiente para empujar su continuidad y prevalencia.

La confluencia de sentimientos y pasiones, muchas veces encontradas y hasta contradictorias que alimentan la inconformidad, permite a Trump sobrellevar una conducta electoral fuera de los cauces establecidos. La corrección política entonces le queda corta, no lo detiene. Para nada lo inquieta. Trump puede, blandiendo su atractivo para este inmenso caudal de votantes (por ahora ya más de 10 millones), desplegar su arsenal de tronantes desplantes. Poco importa su marcada cortedad de lenguaje, la ausencia de conceptos abarcantes, las continuas contradicciones, los denuestos lanzados a minorías o sus continuas frases y exclamaciones por demás trilladas para salir del paso. Aquí, en estas honduras de la desigualdad, podemos encontrar las razones y causas que muchos andan buscando para explicar tan polémica personalidad. Una que, sin duda, ocasiona temores y alarmas fundadas en el ancho mundo.

Pero Trump no apareció de improviso en el horizonte político y social estadunidense. Se fue labrando de manera por demás acuciosa hasta fincarse, en buena parte por méritos propios, hasta alcanzar el codiciado estatus de celebridad. Un referente mediático para distintas ocasiones especiales. El aparato completo de los medios masivos tuvo y sigue teniendo un rol primordial en su forja. Frente a este billonario no hay medio, comentarista, analista, editor, articulista o locutor que se le resista. Todos despliegan ante él una actitud rayana en la compulsión. Ante Trump no hay medianías ni olvidos. Su presencia avasalla. Ferocidad para denostarlo, alegrías por su mirada –aunque sea displicente– o búsquedas de fallas para descarrilarlo son ingredientes del juego. Todo con tal de continuar llenando la programación de un canal, periódico, reportaje, revista o tiempo de radio. No hay ni ha habido contendiente que pueda rivalizar con su insólita exposición mediática. La misma Hillary Clinton queda corta. Nada se diga del senador por Vermont, Bernie Sanders, hoy personaje clave de la actualidad estadunidense y, tal vez, mundial.

Todos los contendientes deben conformarse con un rol secundario. Sanders, por ejemplo, fue condenado, desde el inicio de las primarias, a ser un perdedor o, a lo mucho, figura respetable, pero limitada al decorado, al relleno, lo que se llama un aspirante testimonial. Y esta circunstancia llama poderosamente la atención, porque es precisamente Sanders quien ha puesto el acento en modificar la desigualdad imperante: dañina para el gobierno, para el sistema electoral, para el bienestar popular y para la misma democracia. Pero lo notable de tal circunstancia radica en el silencio que se le asesta con alevosía evidente, tanto allá como en México. Fundar todo un movimiento en la desigualdad es un anatema. La desigualdad y, sobre todo, sus causales directas son altamente nocivas para la prevalencia del poder establecido, y por ello se soslayan hasta con cinismo.

Tanto Sanders como Trump coinciden en varios puntos neurálgicos del presente estadunidense. Califican el poder establecido de corrupto, pervertido por la plutocracia, pero ante la cual se usa responder con esmero. Ambos afirman que las normas electorales vigentes están trampeadas, manipuladas ( rigged) por los intereses creados que financian campañas, congresistas, gobernadores y candidatos a la presidencia, para que después respondan a sus exigencias. Son estas las reglas que hay necesidad de modificar. Y tal crítica se ha ido instalando en el vasto auditorio de esos dos candidatos que quizá sean, por ahora al menos, los más escuchados del complejo panorama electoral de ese país.