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Vox Libris
El fin de la soledad
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La toilette (detalle), 1889, París, obra de Henri Toulouse-Lautrec, Museo de Orsay, que ilustra la portada del libro
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Periódico La Jornada
Domingo 8 de julio de 2018, p. a16

El escritor alemán Benedict Wells (Múnich, 1984), autor de la novela El fin de la soledad, publicada por Malpaso Ediciones, con traducción de Beatriz Galán Echevarría, recorre los laberintos del amor, la amistad y la familia en busca de una salida. El narrador lleva al lector, a través de una red de lazos y emociones, al hallazgo de los senderos que conducen al fin de la soledad. Con autorización del sello, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de esta obra ganadora del Premio de Literatura de la Unión Europea en 2016.

Hace tiempo que conozco a la muerte, pero ahora ella también me conoce a mí.

Abro los ojos con cuidado. Parpadeo. La oscuridad remite lentamente. Una habitación vacía, apenas iluminada por el fulgor verde y rojo de unos aparatitos, y un haz de luz que se cuela por la puerta entreabierta. El silencio nocturno de un hospital.

Me siento como si acabara de despertar de un sueño de varios días. Un dolor sordo y cálido en mi pierna derecha, en mi abdomen, en mi pecho. En la cabeza, un ligero zumbido que irá en aumento. Poco a poco empiezo a intuir lo que debe de haber sucedido.

He sobrevivido.

Me asaltan algunas imágenes. Me veo saliendo de la ciudad en moto, acelerando, la curva ante mí. Noto que las ruedas pierden adherencia, que el árbol se precipita hacia donde yo estoy, que intento esquivarlo, que cierro los ojos…

¿Qué fue lo que me salvó?

Echo un vistazo hacia abajo. Un collarín; la pierna derecha inmovilizada, probablemente enyesada; la clavícula vendada. Antes del accidente estaba en buena forma; en realidad en muy buena forma, dada mi edad. Quizá eso haya ayudado.

Antes del accidente… ¿No había ahí algo más? ¿Algo completamente distinto? No quiero ni recordarlo. Prefiero pensar en el día en que enseñé a los niños a lanzar piedras al agua para que rebotaran sobre su superficie. Prefiero pensar en las manos de mi hermano gesticulando al discutir conmigo. Y en el viaje a Italia con mi mujer, y en el paseo que dimos por la costa de Amalfi al amanecer, mientras a nuestro alrededor el mar iba iluminándose y rompía suavemente contra las rocas…

Dormito. En mi sueño, estamos en el balcón. Ella me mira intensamente a los ojos, como si me atravesara. Con la barbilla señala hacia el patio, donde nuestros hijos juegan con los de los vecinos. Mientras la niña trepa resueltamente por un muro, el niño se mantiene al margen y se limita a observar a los demás.

–Es clavadito a ti –me dice.

La veo sonreír y la cojo de la mano…

Suenan varios pitidos. Un enfermero cambia la bolsa de suero.

Aún es noche cerrada. En el calendario de la pared pone ‘‘Septiembre 2014’’. Intento incorporarme.

–¿Qué día es hoy?

No reconozco mi voz.

–Miércoles –dice el enfermero–. Ha estado dos días en coma.

Es como si hablara de otra persona.

–¿Cómo se encuentra?

Me recuesto de nuevo.

–Un poco mareado.

–Es normal.

–¿Cuándo podré ver a mis hijos?

–Avisaré a su familia a primera hora de la mañana. –El enfermero va hacia la puerta, y una vez allí se detiene brevemente–. Si necesita algo, llame al timbre. La doctora vendrá enseguida a atenderle.

No le respondo, y sale de la habitación.

¿Qué es lo que hace que una vida sea como es?

En el silencio oigo todos mis pensamientos, y de pronto estoy completamente desvelado. Empiezo a revivir etapas aisladas de mi pasado. Me sobrevienen historias que había dado por olvidadas: me veo de niño en el pabellón del internado, y veo la luz roja de mi cámara oscura en Hamburgo. Al principio, los recuerdos son vagos, pero con el paso de las horas irán volviéndose más precisos. Mi mente deambula errática por el pasado, antes de aterrizar en la catástrofe que eclipsó mi infancia.

Otra vida

¿Y si el tiempo no existiera? ¿Y si todo lo que vivimos fuera eterno y el tiempo no pasara para nosotros, sino nosotros para los acontecimientos? Me pregunto cómo sería. Uno podría cambiar la perspectiva y alejarse de los recuerdos amados, pero estos estarían siempre ahí. Y si pudiera volver atrás, volvería a encontrarlos. Como sucede en los libros, en los que uno puede pasar las hojas adelante y atrás. Incluso al principio. Mi padre estaría paseando eternamente por el parque, y Alva y yo estaríamos siempre centrados en nuestro viaje a Italia, en el viaje en coche durante la noche y el esperanzador futuro que se abría ante nosotros. Intento sentir consuelo con esta idea, pero no lo logro. Y yo sólo puedo creer en lo que siento.

Liz ha tardado en enterarse de mi accidente de moto. Estaba viajando por la India, sin móvil, y tardó varias semanas en leer su correo electrónico. El día de su regreso vamos todos a Nordfriedhof, el cementerio del norte Múnich. Yo voy cojeando entre las tumbas, apoyándome en el bastón de Romanov, parapetado entre mis hermanos. Liz a la izquierda, Marty a la derecha. Como estaba en el hospital, no pude acudir al entierro. Es la primera vez que estoy ante la tumba de mi mujer. Una sobria placa de mármol indica su nombre y dos fechas: la de su nacimiento y la de su muerte. Cifras para su historia. ‘‘Alva Moreau, 3 - 1- 1973 / 25 - 8- 2014.’’

Cuando la tengo delante, se libera la presión que siento en el pecho. ‘‘La muerte es lo opuesto a la falta de autenticidad’’, pienso. Me gustaría estar solo un momento. Marty se lleva a mis hijos y Liz se aparta un poco. El cementerio está en silencio. Sólo se oye el suave susurro del viento. De pronto me avergüenzo de haber pasado las últimas semanas huyendo del mundo real y perdiéndome en mis sueños, como un niño. Eran el único sitio en el que Alva podía seguir viva. El único en el que mis padres también estaban.

El recuerdo es el último refugio de los muertos.

Y vuelvo a ver a Alva frente a mí y hablo con ella, pero en esta ocasión su imagen se disuelve rápidamente y es sustituida por una distinta: yo sobre mi moto, conduciendo a toda velocidad. Escuchando música con los cascos. La visera abierta. Y ya no recuerdo más. Aquella mañana había cerrado todos los trámites del entierro, había hablado con mis hijos y me había dado cuenta de que no estaba preparado para lo que venía.

Aceleré, fui cada vez más rápido y…, sí, ya me lo decía Toni, fue un poco como volar. Pero decidí que aún podía acelerar un poco más. En mis oídos, música de guitarra: Heroin, de Velvet Underground; poco a poco se le añadieron la batería y la letra; la música se volvió más intensa, más airada; la voz estalló. Subí el volumen al máximo. El corazón empezó a latirme a toda velocidad. El viento me empujaba la cara hacia atrás. Y de pronto todo me pareció excesivo: la muerte de Alva, la idea de que no podría educar solo a los niños, el miedo a perderlo todo…, y veo a Romanov ante mí, veo el miedo en su mirada, la sensación de que no estaba preparado para partir. Y sé que eso no me pasará a mí.

Y me dejo llevar.

La moto no tomó la curva, sino que siguió adelante, en línea recta, se salió de la carretera y yo me sentí realmente como si volara. Por un segundo me sentí más libre que nunca. Nada dependía ya de mí. No podía controlar nada. Sucedería lo que tuviera que pasar.

Y entonces, en una milésima de segundo, vi a mis hijos ante mí. Y por fin moví el manillar de la moto, justo en el último segundo, lo suficiente para no chocar contra el árbol de frente, sino sólo de lado, y todo se quedó oscuro hasta que me desperté en la habitación de un hospital.

Pocos días después de mi visita al cementerio, me dieron el alta definitiva. Liz se ha instalado temporalmente en mi casa, y Marty y Elena vienen a vernos a menudo. Ninguno de los tres puede tener hijos, de modo que se ocupan de los míos como si fueran propios. Cuando salgo a pasear con el perro, Elena prepara la comida. Cuando no puedo levantarme de la cama y me quedo como paralizado, llamando al teléfono de Alva sólo para oír su voz, Marty juega con los niños en el jardín (...)

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