Opinión
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Signos de los tiempos
D

urante décadas, casi un siglo, la política en México se identificó con un solo partido: el PRI, llamado el partido oficial, identificado no sólo con el gobierno, sino con el país mismo; el PRI era el gobierno y el gobierno era México. Según comentaban en el café los politólogos improvisados de antaño, funcionaban en el país solamente dos instituciones y eran suficientes, la Presidencia de la República y el partidazo, lo demás era inexistente.

Su parafernalia era complicada en apariencia, las notas distintivas, un catálogo de frases fáciles de aprender; unos pocos gestos y algunos prejuicios compartidos. El Presidente todo lo resolvía, no se movía una hoja de árbol si el no lo autorizaba, el partido era su instrumento eficaz, siempre bien aceitado y funcionando; el genial Raúl Prieto, en sus Perlas Japonesas firmadas con el seudónimo Nikito Nipongo, lo comparaba con una aplanadora avanzando en las elecciones locales o federales, presidenciales o intermedias, aplastando todo a su paso; nada se le oponía. Quien quería participar en cualquier nivel, tenía que hacerlo por conducto del invencible, otro seudónimo.

La oposición tenía las posibilidades que el sistema le dejaba; un chiste muy socorrido de los años 70 era afirmar que existían tres formas infalibles de jugar al tío Lolo, de hacerse tonto solo, y esas tres eran en este orden: jugar a la lotería, sembrar de temporal y ser candidato del PAN. Tenía el juego de palabras algo de verdad, sólo que muchos, desde entonces nos tomamos en serio y se fue abriendo lentamente espacio a la democracia.

Así era el sistema; sus signos y gestos consistían en pequeñas recetas. Por ejemplo, vestir traje de gabardina, jugar al frontón y, algo muy importante, los abrazos efusivos con sonoras palmadas en la espalda; también los saludos de mano tocando la muñeca del saludado con el dedo índice, señal misteriosa tomada de las logias que aún sobrevivían.

Para tener éxito en esa política oficial, había que ser muy disciplinado, dócil con el de arriba –servil, si era necesario– y duro con los de abajo; la recompensa, una curul, un empleo; a los de más suerte, una oficialía mayor o un escaño en el Senado. Picar piedra, llegar poco a poco, el que se mueve no sale en la foto, no me den, póngame donde hay. Si se cumplían esas y otras pocas reglas, el resultado era en pocos años, tener una casa elegante en alguna buena colonia de la capital, uno o dos edificios de apartamentos, eso para la generalidad, los preferidos del mandatario, algo más, la casa podría estar en las Lomas y al menos otra en Cuernavaca o Acapulco. Los de más abajo se conformaban con mucho menos, pero algo alcanzaban, había regadío parejo la Revolución les hacía justicia.

Pero el mundo rueda y el tiempo pasa; la clase política del sombrero texano, de los trajes claros de gabardina, de los ruidosos abrazos fue envejeciendo y sus cachorros, los cachorros de la Revolución, ya no se conformaron con tan poco. Cambiaban los estilos y crecían las ambiciones; la siguiente generación venía de la universidad. Llegó la era de los abogados, se pretendían y a veces lo eran, letrados y tenían más aspiraciones que su progenitores.

La ambición rebasó límites y tiempo después parecía, se pensaba, que la ambición de entonces no sería superada, pero sí lo fue; ulteriormente arribaron los tecnócratas, era la misma maquinaría política bien aceitada, pero nuevas aspiraciones y compromisos; entonces la casita en Narvarte y el edificio en Polanco se los dejaron a sus choferes y para ellos el horizonte incluía cuando menos una gran mansión en alguna ciudad de Estados Unidos y los más sofisticados, un castillo en Normandía; por supuesto, para sostener esas propiedades, muchas cuentas en Suiza o en algún paraíso fiscal, mantener lujos no es fácil, la vida buena es cara.

Pero hasta lo mejor se termina. No se midieron y hartaron a la gente. Todavía lograron incorporar a los partidos históricos de oposición, pero no al pueblo, ni a su líder que hoy es ya Presidente de la República; surgió algo nuevo de más abajo, del pueblo mismo y con un gran esfuerzo, con una férrea constancia, sucedió, muchos no fueron comprados ni cooptados, se conservó la esperanza y a la postre, sin violencia, el sistema se derrumbó ante el alud de sufragios.

Quedó atrás esa cultura, de las sonoras palmadas, de los acarreos, de los pastores en las cámaras, de los dóciles y aborregados. Aparecen los nuevos signos de la política, la participación directa, las consultas, la austeridad, el trabajo desde la madrugada. Nuevos simbolismos, quedan desterrados los términos compadre, hueso, padrino, ¿que hora es?, la que usted diga, señor Presidente. Un ciudadano común y corriente decía cuando se le preguntaba, yo no soy político, yo vivo de mi trabajo.

Cambiaron las cosas, no es ya vergüenza ser político, la justa medianía destierra a la opulencia; el cambio se instaló, ahora hay que cuidarlo y no será fácil.