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El estante de lo insólito

Hunther S. Thompson: el periodista Gonzo

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▲ Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

“Tengo la sensación de que podría estar igual sentado aquí cincelando las palabras de mi lápida… y que, al acabar, la única salida decente sería bajar directamente desde esa jodida terraza a la calle 28 pisos y 200 metros por lo menos de aire sin obstáculos hasta la Quinta Avenida. Nadie sería capaz de imitar ese número. Ni yo siquiera… y en realidad la única manera de solventar ese asunto es llegar a la razonable conclusión de que ya he vivido y terminado la vida que planeé vivir”. Hunther S. Thompson. La gran caza del tiburón.

L

os primeros documentalistas de la naturaleza que se metieron a la jungla con cámara en mano eran sí pioneros, sí aventureros, sí con algo de suicidas, pero tan peligroso como filmar gorilas en su hábitat, pudo serlo andar en las ruedas atronadoras y pendencieras de los Hells Angels, una de las bandas más peligrosas y destrampadas (otra clase de pioneros) de que se ha tenido noticia, con todo lo que su retadora conducta criminal representaba para el establishment en Estados Unidos.

Cruzando la distancia que los prudentes camarógrafos tomaban de los broncudos motociclistas (que, decía la crónica, andaban la carretera como Gengis Kan en un caballo de hierro), un hombre decidió que el periodismo que le interesaba se hacía desde el entorno interno, con todo y drogas y sexo y peleas, única forma de hacer la narrativa veraz de los Angels. Vivió alrededor de un año con ellos para escribir un encargo periodístico para The Nation. El producto de esa forma de vivir los acontecimientos se conoció como periodismo Gonzo.

El periodista patentó ese disoluto mimetismo con la misma seguridad con que calcinaba su porro de cabecera, se metía un ácido o se rebautizaba de whisky. Tenía la máquina de escribir siempre en llamas y las neuronas sin serenarse. Se llamó Hunter S. Thompson.

La vida arreglada

Para Thompson hubo un profeta literario llamado Scott Fitzgerald, porque en El gran Gatsby cuestionaba el sistema, punzaba la idea de que toda la vida cotidiana era parte de un gran plan ideal de los poderes de control. Ante el esquema inmune sólo podía restar la rebeldía. Ganas de demostrar que los dueños se equivocan, que los políticos mienten, que la normalidad social es una escenografía desmontable. En otro estilo, el suyo, el propio, engendrado, mal parido de la calle, la cocaína, el alcohol, la mariguana, la sordidez de los barrios plenos de puñetazos y burdeles que no aparecen en la imagen del país ideal, el periodista se hace escritor de otra estatura en cada párrafo.

Fuera para una revista minúscula o para Rolling Stone, Hunter se lanza al torbellino de vivir desde todas las posiciones como observador y protagonista. Cuando describe lo ajeno también hay anécdota y punto de vista. La imparcialidad no es su marca. Siempre decide y acciona para decir qué ve mal y qué le huele peor. Lo vive, lo piensa, lo escribe. Ya está. No hay paso atrás, con la misma decisión temeraria con que llena su casa de armas de fuego para disparar al cielo, a los patos o a las latas de cerveza.

El periodismo Gonzo tiene que ser así. No se hace de cables noticiosos, voces mal escuchadas o rumores inquietantes. ¿Para qué confiar en las porfías de la calle si él puede inventar sus propias conspiraciones? Pero sí reacciona a los eventos, como los ataques de los Angels contra las protestas de Vietnam, el asesinato de Martin Luther King y Bobby Kennedy, o las represiones policiacas en cualquier zona. Hunter era el otro lenguaje para decir las cosas, como estar en el hipódromo y concentrarse en la gente y los hechos fuera de la pista.

Su célebre texto sobre El Derby de Kentucky habla de todo menos de los caballos en la pista: “Era la primera vez que estaba en un derby desde hacía 10 años, pero antes de esto, cuando vivía en Louisville, solía ir cada año. Ahora, mirando hacia abajo desde el palco de prensa, me fijé en el prado de hierba alto cercado por la pista. ‘Todo eso’, dije, ‘estará a rebosar de gente; 50 mil o así, y la mayor parte tambaleándose borracha’. Es una escena fantástica –miles de personas desmayándose, gritando, copulando, pisoteándose unas a otras y peleándose con botellas de whisky rotas. Tendremos que pasar algún tiempo allí, pero será difícil moverse, demasiados cuerpos”.

La política y el Efecto Ibogaína

Hunter S. Thompson se postuló para sherif en Aspen. Claro que perdió, pero puso a temblar a muchos con su idea de legalizar las drogas mientras daba discursos cambiando de pelucas después de haberse rapado como una imagen de político radical. Apoyó a George McGovern contra Edmund Muskie, a quien detestaba por representar todo lo oscuro del sistema político desde su perspectiva.

Era el poder por el poder en una figura corrompida, llegada a la candidatura luego del asesinato de un precandidato (Wallace) y una discutible campaña interna. Pero a Gonzo no le bastaba con argumentar las deficiencias del oponente, así que inventó una amenaza. ¿Por qué no? Los dirigentes inventaban cruzadas ideológicas, guerras, infecciones. Y Hunter sabía de drogas. Dijo que estaba informado sobre un inquietante asunto: Muskie era atendido por un doctor brasileño que le inoculaba una droga sudamericana: la ibogaína.

El político reaccionó con una sinceridad de inocencia que llegó a las lágrimas en un discurso. Para los seguidores era el malestar por un golpe bajo, para la prensa era duda, para los adversarios era sospecha, para Hunter S. Thompson fue comprobación: esas lágrimas exponían los efectos notorios que causaba la droga ibogaína. Muskie estaba liquidado.

Cuando le preguntaron a Thompson sobre el rumor iniciado en Milwaukee, él respondió con una sonrisa que había dicho la verdad, el rumor había iniciado ahí: Lo sé porque yo inventé el rumor en Milwaukee. McGovern ganó la candidatura demócrata a la Presidencia en 1972. No pudo derrotar a Nixon y la gran maquinaria de los intereses militares y empresariales de su país. A Hunter le sobró inspiración para continuar haciendo crónica de los intereses mezquinos y la clase social relegada como cifra de entes reptiles.

Hunter here and there

Con la ubicuidad de Zelig (Woody Allen, 1983), Hunter S. Thompson estaba en los lugares apropiados para la controversia, publicaba los artículos precisos (de la mano de un gran loco, genio, artista, amigo y aliado, el ilustrador portentoso del caos Ralph Steadman), descubría en Jimmy Carter una esperanza que podía partir el esquema del gobierno estadunidense, se retrataba con estrellas o modelos desnudas, era conferencista reverenciado en universidades, invitado estelar en programas de entretenimiento y hasta se decía pariente sanguíneo de Muhammad Ali.

Tomó el avión para cubrir la pelea de Ali y George Foreman en Zaire, en 1974. Llegado el momento de acudir a una de las peleas más esperadas de la historia, el periodista Gonzo de la vivencia en primer plano, decidió evadir el mundo con un pasón de cocaína. Se metió a la alberca con un trago y se olvido de la pelea. Sin artículo, sin paga y con reclamos, Hunter inició una decadencia creativa. Su recuperación fue de chispazos, pero ni sus lectores, ni sus editores reconocieron en él la antisolemnidad retadora de otros tiempos. Mientras Foreman caía en el cuadrilátero para sorpresa del mundo del boxeo, Hunter caía en el tobogán de sus excesos.

La promoción de un suicidio

Hunter advirtió muchas veces sobre su muerte con arma propia. Lo dijo tanto y de tantas formas que nadie podía dudarlo… ni esperar que pasara. La policía acudió a su domicilio en numerosas ocasiones por quejas de quienes se cansaban de sus gritos mientras percutía la 38 de cañón largo o cuando insistía en el golpeteo continuo de una ametralladora como si quisiera despostillar el horizonte nublado. Como los que prometen suelen incumplir, nadie se preocupó más que por sus años acumulados de cuartillas brillantes que no se renovaban y la ingesta autodestructiva de sustancias aniquilantes. Pero Hunter no aguardó a la venia de la vejez calma o al azote esquizofrénico de las ambulancias y el catéter de emergencia en un hospital para veteranos. Se fue por su cuenta.

El símbolo que queda

Un puño con dos pulgares y un peyote en la palma fueron su diseño de perpetuidad trazado por Steadman. Una especie de reunión de ideas, entre el puño libertario, el grito de protesta y la elevación de los enervantes como figura superior del alma. Dejó un testamento muy claro para que sus restos permanecieran en una columna con su símbolo. Como el movimiento finito o la esperanza de algo que vendría en el futuro. ¿Qué? ¿Cómo? ¿De dónde? ¿Con qué liderazgo? Eso sólo el periodista y escritor lo supo o imaginó mientras calaba un nuevo cigarrillo, a veces atado a mano, a veces dispuesto en boquillas que parecían reunir la elegancia de etiqueta que no le otorgaban los tenis blancos sobre bermudas cruzadas mientras escuchaba hablar a la gente seria.

Además de los libros y los artículos están los documentales y cintas sobre o inspiradas en su obra, como Where the Buffalo Roam (Art Linson, 1980), Breakfast with Hunter (Wayne Ewing, 2003), Buy the Ticket, Take the Ride: Hunter S. Thompson on Film (Tom Thurman, 2006), Gonzo: The Life and Work of Dr. Hunter S. Thompson (Alex Gibney, 2008) o la popular Fear and Loathing in Las Vegas (Terry Gilliam, 1998).

Se le sigue leyendo y, como la obra de los autores clásicos o aquellos que radicalizaron la perspectiva y el lenguaje de su tiempo, mucho de lo que Hunter escribió aún encaja con la crítica de los temas más importantes de aquello que ocupó su interés. De hecho, varios de los fragmentos más ásperos que construyó para adversarios de todo como Richard Nixon pueden ser un molde preciso para hablar de muchos de los poderosos de ahora.