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Vivir de prisa, amar despacio
L

os amantes irregulares. Por una vez el título en español de una cinta extranjera mejora, redondea y define, con más acierto incluso que el original, lo que el guion de esa misma obra sugiere. Vivir de prisa, amar despacio (2018), el largometraje más reciente del francés Christophe Honoré, sugiere en efecto algo más contundente que su presentación tipo comedia romántica, Plaire, aimer et courir vite (Gustar, amar e ir rápido), y mucho más que su versión anglosajona, Sorry, Angel (Lo siento, Ángel). Esta precisión resulta conveniente para referirse a un autor de cine, fuertemente ligado al teatro y la literatura, a quien con frecuencia se ha querido encasillar como director de comedias ligeras.

Aunque su cinta actual no está en absoluto exenta de humor y desenfado lúdico, su temática de fondo es grave y por momentos también conmovedora. Honoré alude muy claramente al imperativo de vivir de prisa en una época, principios de los años 90, en la que padecer sida equivalía a una sentencia de muerte, cortando de tajo todo impulso vital o proyecto de vida amorosa en quienes sufrían el padecimiento, y a ese otro imperativo, no menor, de imponerse la cautela y amar despacio cuando no había, en un futuro inmediato, otra cosa que ofrecer al ser amado que una carga de dolor y un duelo anticipado. Ese mismo tema lo abordó un año antes, en una vertiente de militancia política, la estupenda cinta 120 latidos por minuto (Robin Campillo, 2017). Lo que ahora propone Christophe Honoré, en esta revelación suya como gran retratista de emociones, es el relato muy íntimo de esa dificultad o frustración de amar cuando el horizonte de una plena realización sentimental parece totalmente cerrado.

El encuentro providencial, flechazo romántico, entre el dramaturgo homosexual parisino Jacques (Pierre Deladonchamps, protagonista de El extraño del lago, Alain Guiraudie, 2014), y el joven bretón bisexual Arthur (Vincent Lacoste), 15 años más joven, en el interior de una sala de cine en Rennes, durante la proyección de la película El piano (Jane Campion, 1993), tiene los ingredientes necesarios para desencadenar una trama de comedia romántica en la que el desencuentro generacional conllevaría un toque de amor mal correspondido, susceptible de dar paso a exitosas estrategias de cortejo, a reacomodos afectivos, y a un gratificante desenlace feliz. El drama del padecimiento del sida, y su ineluctable vertiente trágica, obliga a cambiar radicalmente las reglas de ese juego narrativo y hace de cada protagonista un ser orillado a vivir intensamente las emociones más complejas, transitando de una escena a otra del alborozo entuasiasta a la más profunda de las melancolías. Esa historia está situada en 1993, apenas un año después del impacto medático que causó en Francia el emotivo relato de Las noches salvajes (Les nuits fauves, 1992), una película escrita, dirigida e interpretada por un Cyril Collard bisexual y seropositivo, en la que por vez primera el drama del sida se expresaba en primera persona. Un parteaguas artístico memorable.

Veintisés años más tarde, cuando el VIH es en el mundo occidental un padecimiento ya controlado, y en contadas ocasiones una sentencia fatal, Christophe Honoré lanza una mirada entre melancólica y desencantada a esa vieja época de todos los peligros, anterior a los teléfonos celulares y a las aplicaciones de rápida interacción erótica, en la que prevalecía el ligue callejero gay y sus audacias jubilosas, y donde el rechazo a la norma establecida era una seña de identidad comunitaria para una tribu de parias sexuales. Los personajes de Honoré no pertenecen del todo a esa categoría rebelde. El escritor Jacques es padre de un niño de 10 años que asiste perplejo y amoroso al padecimiento terminal de ese hombre al que apenas conoce a medias, mientras Arthur, el imberbe enamorado, navega con sorprendente fluidez sexual y gracia entre su paciente amante femenina y el hombre atractivo en cuya figura coinciden, amargamente, su primer gran entusiasmo homosexual y el drama de su desvanecimiento inminente. Los dos personajes aspiran a la plenitud amorosa de cara al sida, la peor contrariedad posible. Como un contraste sugerente, el director muestra al hombre maduro que es Mathieu (Denis Podalydès), taciturno sobreviviente de todas las batallas, un escéptico resignado a perder la mayor de todas ellas, el entusiasmo amoroso correspondido.

Vivir deprisa, amar despacio describe, fino escrutinio de sentimientos, saldo de la suma de esperanzas frustradas, es el retrato de una época parecida a muy pocas otras. No sorprenden que el director haya conjugado las asperezas morales presentes en su adaptación de la obra de Georges Batalille Mi madre (2004), y el juego travieso de esa fantasía musical que fue Las canciones de París (2007) para encontrar el balance y el tono justo de esta evocación de una historia de amor sin porvenir en la que el melodrama ha sido sustituido, de modo muy discreto, por una añoranza sentimental que es también un tributo abierto a la literatura y a la fotografía, a través de una mención visual a Hervé Guibert; al teatro mediante referencias muy explícitas a Bernard-Marie Koltès, y finalmente al cine y a toda su incurable vocación romántica, en una rápida alusión a François Truffaut, el mayor cómplice artista de Christophe Honoré.

Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.