Política
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Nosotros ya no somos los mismos

El mito de la unidad nacional // Saltimbanquis de la arena política mexicana // Los requisitos para el proyecto libertario

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▲ Escena de una batalla de la Revolución Mexicana, efectuada en el Zócalo el pasado 20 de noviembre, otro ejemplo de unidad entre desiguales.Foto Marco Peláez
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a unidad nacional es un mito, una falacia, una estrategia demagógica. Digamos que es, también, una salida de emergencia o un último recurso para asentar, en una escenografía construida con materiales hechizos y deleznables, la afirmación proselitista y mercadotécnica de que, ¡el pueblo jamás será vencido! unido con la burguesía, la aristocracia, la Iglesia, los consorcios de comunicación electrónica, los excelentísimos embajadores de la Casa Blanca (aquella de la que han sido inquilinos, no propietarios, varios, muchos presidentes en EU), así como con las instituciones multinacionales dedicadas a incentivar el progreso, el desarrollo y la civilidad de los pueblos llamados del tercer mundo, emergentes, o en vías de desarrollo.

A quien sostenga a pie juntillas que la convocatoria a la unidad nacional es el conjuro mágico que nos libra de todo mal (amén), se les solicita unos minutos para recordar ciertos momentos de nuestros denodados esfuerzos por constituirnos, contra viento y marea (pequeño homenaje a la Armada de México), en una nación digna y soberana. Veamos:

Todos celebramos el 16 de septiembre como la fecha en la que se inició el alzamiento en armas que se prolongó a lo largo de 11 años y sólo se pudo cristalizar gracias a la hombría de bien, al patriotismo entrañable y la generosidad de Vicente Guerrero, con el ofrecimiento de indulto que hizo llegar el futuro e instantáneo emperador de pacotilla don Agustín Cosme Damián de Iturbide y Arámburu (abuelo moral e ideológico de los saltimbanquis que pululan en la arena movediza política de nuestros días). Y si alguno piensa que aquí hay una velada referencia a quien es casi tan feo por dentro como por fuera, y que ha sido capaz de conformar su ingesta cotidiana a base de un pocillo de lentejas, a cambio de girones en su cada día más menguada progenitura, se equivoca. No, no me refiero a ninguno de los political and social climbers, mejor conocidos en mi pueblo como lambiscones o trepadores. Los que no tienen amo aborrecido y que, como dice el popolo, personifican al buey, que hasta la coyunta lame. No me refiero, insisto, a alguien que la mañana de un día, gracia del Señor (digamos, por ejemplo, el 9 de enero de 2018), decide, en apego a su más estricto mandato de conciencia, abdicar, renegar al credo sostenido desde su época de pupilo de la Escuela Libre de Derecha (salvo su holiday time como alto cuadro priísta, luego como funcionario de los irreconciliables presidentes Salinas y Zedillo y, finalmente, como vocero del candidato priísta Labastida Ochoa). ¡Pero, lástima Margarito! que pierden Labastida y el PRI. ¿Y yo, por qué? Con toda razón se pregunta el dialéctico sujeto, y se incorpora al bando que su íntima e inmoral conveniencia le aconseja. Ahora es panista, pero no por mucho tiempo. Cuando en la siguiente elección sus pálpitos le indicaron que debía regresar al PRI, con una cara más dura que la de Buster Keaton, lo hizo, y fue el vocero del inexistente candidato Meade Kuribreña. ¿Cuál será su nueva honorable, legítima postura?

Pero esta disquisición fue un impulso del que ofrezco disculpas. Mi tema es la aclaración de una afirmación que pasó, de retórica y dogmática, a una idílica y proselitista consigna: la unidad es la condición para que un gran proyecto libertario, democrático y de justicia e igualdad social, sea posible. Para mí, esta premisa es una absoluta irrealidad y, en muchos casos, un subterfugio.

La independencia de México, como ejemplo de un triunfo de la unidad, es ridícu-lo. Los realistas de Iturbide y la indiada de Guerrero pretendían condiciones de vida muy diferentes. Más allá de la formal separación de la corona española, unos reclamaban igualdad, trato de gente y otros simplemente la preservación, para ellos, de fueros y privilegios. La unidad entre desiguales era entonces, como hoy, una quimera. Este es el tema que habré de tratar en las próximas columnetas. La unidad nacional es, simple y llanamente, una falacia, si no incluye la aquiescencia mayoritaria de la comunidad. No otra cosa, pienso, es esta idea tan mentada de la democracia.

Twitter: @ortiztejeda