Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Final feliz

P

ara protegerse del viento helado, Joel se emboza en la bufanda que le regaló su hija Virginia. Esta mañana discutieron y eso le ha causado tensión. Necesita quitársela antes de llegar a su trabajo. Se detiene en el puesto de periódicos y pide un cigarro. Carmelo, su viejo conocido, le advierte que le costará seis pesos, uno más que la semana pasada.

Mientras espera, Joel descubre estremecido la noticia en la primera plana del periódico: Huérfano, niño que mató a una maestra y se suicidó. Piensa en Lidia, su esposa. Trabaja con una familia en Los Ángeles. La llamará esta noche. Carmelo, al encontrarlo leyendo, le dice: Mi señora piensa que actos tan espantosos anuncian el fin del mundo. ¿Usted qué cree? Joel levanta los hombros y se aleja.

Camina a contracorriente de las personas que salen de la estación del Metro. Le parece que van más rápido y más precipitadas que en los días previos a las vacaciones. Dedicó las suyas a hacer los resanes y composturas que le encargaron sus vecinos. Bendice la memoria de su padre. Gracias a que él le enseñó el oficio de albañil hoy puede obtener algún dinero extra. Complementa la paga que recibe por ser uno de los encargados de limpieza en el edificio que ocupa una comercializadora importante.

II

Trabaja allí desde hace ocho años y aún no ha podido ascender a jefe de mantenimiento. Cada vez que llega un nuevo ejecutivo se le presenta y, después de comunicarle sus aspiraciones y enumerar discretamente sus méritos, le pregunta con suavidad si cree factible su ascenso. Siempre escucha las mismas respuestas vagas y, aun así, se hace ilusiones y hasta se imagina dándole la buena noticia a Virginia. Tal vez eso le borre la expresión amarga de mujer abandonada.

Seguir siendo tan ingenuo, a su edad, lo irrita: Eres un pendejo, dice en voz alta. El hombre que pasa junto a él se molesta: Y ora, ¿qué te pasa, güey? Atónito ante la reacción del desconocido, Joel se dispone a rebatirlo, pero desiste: no quiere perder tiempo. Nunca ha llegado tarde y no quiere hacerlo precisamente en el primer día laboral.

III

Joel arroja el cigarro en el piso lleno de colillas, vasos de cartón y latas. Parado en la banqueta, se asoma con la esperanza de ver que se acerca la combi. Se tarda mucho y mi hora de entrada es a las siete y media, le comenta una mujer que también espera el transporte. Luego, sin verlo, sigue hablando: “Creo que me voy a tomar el Metrobús. Me deja retiradito de la chamba, pero ni modo…”

Joel se queda mirando a la mujer que se aleja corriendo. Piensa si ella también habrá hecho méritos durante años con la esperanza de un ascenso en su trabajo. Es posible que sí y también que sus esfuerzos no hayan propiciado su mejoría. Conoce bien la situación porque la ha vivido y posiblemente siga viviéndola durante meses sin que pase de ser una persona borrada, visible sólo cuando hace falta sacudir el pasamanos, vaciar las papeleras o hacer una compra.

Se reprocha haber caído otra vez en el pesimismo. Desde que Lidia no está lo padece con demasiada frecuencia. Es hora de controlarse si no quiere caer en la completa apatía. Quien aspire al progreso debe mostrar optimismo y espíritu competitivo, le han dicho los conferencistas que cada mes le dan al personal pláticas motivacionales.

Ese razonamiento no lo estimula ni le quita el disgusto que siente desde que, muy temprano, sufrió el primer contratiempo. A Virginia se le había olvidado pagar el recibo de la luz y no había corriente para plancharle la camisa. Él se lo reclamó y ella le dijo que no exagerara, no era para tanto. Joel enumeró otras fallas de su hija. A gritos se hicieron reproches mutuos y acabaron la discusión en los peores términos.

IV

Después de empezar el día en esa forma, ¿quién iba a tener ganas de ponerse a trabajar? Él no, desde luego. Hubiera preferido quedarse en la cama viendo la televisión, leyendo el periódico gratuito o mirando a través de la ventana a la gente que pasa por la calle. A veces, cuando lo hace, piensa en que sus vidas deben ser difíciles, pero en su imaginación las corrige y les da el mejor de los destinos. Tiene esa costumbre desde que era niño. Una de las primeras veces que Paula, su madre, pudo llevarlo al cine, al ver una escena violenta él le preguntó si la película tendría final feliz. Ante la preocupación de su hijo, Paula se echó a reír. Joel vio en esa manifestación de alegría, rara en su madre, lo que tanto anhelaba: un final feliz. Desde entonces, siempre que iban al cine le hacía la misma pregunta sólo para escuchar su risa.

El grato recuerdo no le quita el desánimo que siente al pensar en que en pocos minutos estará metido en la rutina de siempre, sin más estímulos que saludos impersonales, amabilidades vagas, agradecimientos tibios. Aun así, sabe que eso es mejor a no tener trabajo, aunque el suyo sea tan insignificante. Joel: no deje la cubeta en el pasillo. Joel: se le olvidó vaciar la papelera. Joel: el pasamanos está pegajoso.

V

Desde la esquina ve al comerciante que vende en su bicicleta café con leche, jugos y pan. Entre las personas que lo rodean Joel reconoce a algunos de sus compañeros. Al pasar los saluda y entra en el edificio. Al pie de la escalera tropieza con Margarita, la encargada de limpiar los baños. Siempre le ha caído bien y a veces, en los quince minutos de descanso, salen al camellón para fumarse un cigarro. Contento de verla, le da los buenos días y le pregunta cómo pasó sus vacaciones. Bien, pero extrañándolo. Desconcertado por la respuesta, pide que le diga a quién se refiere. La contestación es inmediata y directa: Pues a usted, ¿a quién más? Y conste que lo digo en serio.

Cohibido, pero íntimamente gratificado, Joel se encamina hacia el elevador. Antes de entrar oye la risa de Margarita. Entonces piensa que, al menos ese día, tendrá un final feliz.