Opinión
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El desafío de Gilberto Bosques
S

e trata de un libro que me hubiera gustado mucho saber hacer, aunque tal vez le hubiera puesto otro título del que su autora dispuso: Aquellas horas que nos robaron (Grijalbo, 2018). Más aun, en aras de la manera que me ha llegado al corazón, me atrevo a decir que, si lo hubiera leído antes, seguramente no habría osado escribir De no ser por México (MAPorrúa y Seminario de Cultura Mexicana, 2019) puesto que las tramas se tocan, aunque mi texto tiende más a la razón y éste, al que me refiero, de la dulce e inteligente pluma de Mónica Castellanos, remueve un cúmulo enorme de emociones. No obstante, no deja de hablar con claridad y con la verdad y no pierde de vista dos reglas fundamentales de la ciencia: orden y sistema. Es así como recuerda la heroica oposición a nazis y franquistas de aquellos mexicanos, diplomáticos de carrera y no, entre quienes destaca precisamente Gilberto Bosques Saldívar, para mi uno de los mejores de todos los tiempos.

Es por ello que, en la pared que tengo enfrente justo ahora, se contemple un gran perfil de dicho personaje, bien dibujado a pluma, y cuando pude, por mi conducto le hiciera la cancillería mexicana un lucido homenaje, le recibiera su archivo diplomático y le publicara una larga entrevista realizada por Graciela de Garay en la colección que creamos entonces con el nombre de Historia Oral de la Diplomacia.

La obra de Mónica Castellanos, cuyo subtítulo intitula este artículo, se constituye de más de 110 viñetas muy bien escritas, con las que casi podría hacerse un dibujo de cada una y darle vida a una revista de monitos (cómics, se dice ahora) como las que leíamos de niños, en el entendido de que ésta sería la mejor de todas.

Las viñetas, apartados o capítulos van recogiendo de hecho tres historias: la vida de Bosques (revolucionario y maestro); dos niños catalanes en la orfandad a causa de los bombardeos franquistas sobre la población civil; luego unos judíos húngaros (para colmo comunistas) que finalmente se salvan al llegar a México, lo mismo que la catalanita, gracias a las titánicas gestiones de Bosques y compañía. La historia, grosso modo la conocemos, pero no con la emoción que emana de esta serie de escenas que, a base de detalles de aquel dramático proceso, se nos pega a la piel y saca a flote nuestra cualidad de sufrir por el dolor ajeno.

Lamento que no se haya preparado un índice para regresar de vez en cuando, con facilidad, a la lectura de ciertos apartados, como quien recurre a viejas fotografías cuando el espíritu lo necesita.

El final es relativamente feliz porque nuestro héroe y su familia sobreviven, aunque no indemnes. Después de tanta podredumbre y dolor, la hija de Bosques concluye diciendo con justo orgullo: Ese hombre al que aquella multitud agradecida sacaba en hombros [de la estación de Buenavista] era mi padre, lo cual no dejó de sacudirme fuertemente, a pesar de haber oído embelesado muchas versiones repetidas de aquella escena, pues resulta que también me la contaron varios de los ocho o nueve mil que estuvieron ahí, uno de los cuales era mi padre.

Pero no acabó aquí la gran gesta de Bosques: cinco años posteriores en Portugal le permitieron salvar a muchos refugiados también, y otros 10 en Cuba hicieron de él un puntual de su Revolución. Pero ahora me concreto a manifestar mi profunda admiración y gratitud a Mónica Castellanos, que supo captar su esencia.

A Laura Boques, con inmenso cariño.