Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 13 de diciembre de 2001
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Política
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Sami David

La falacia del cambio

Por el bien de la nación conviene que el gobierno federal realice un trabajo político a ultranza, cambiando su estrategia, modificando su conducta. La negociación política es la base democrática, puesto que a través de ella se logran los consensos necesarios para obtener lo deseable. La reforma fiscal y el presupuesto de egresos deben discutirse en el Congreso sin coacciones, buscando una base social de primer orden. En este orden de ideas, es válido recordar que el peso del sufragio significa representatividad. Y debe defenderse enérgicamente en aras de la institucionalidad y del federalismo, factores indispensables para convivir con civilidad.

La democracia no es unívoca expresión de un partido, sino de quienes a través del voto nos manifestamos por el cambio. Cierto es que las diferencias resaltan la diversidad de pensamiento y de acción. Pero estas controversias deben ser dirimidas mediante el diálogo y la tolerancia: consensos y disensos permiten la expresión de todos. Y logran la armónica convivencia. Negociar, por supuesto, no es sinónimo de traicionar. Ceder tampoco significa abdicar. Y eso debe hacer el gobierno federal en todos los ámbitos.

Acordar es la expresión más clara de la política, puesto que se sopesan las diversas opiniones. De ahí que ética y asuntos públicos se vinculen para obviar las diferencias. Y esto sería el reconocimiento pleno del cambio que los mexicanos anhelamos. Las discusiones, los acuerdos, las propuestas no deben ser a espaldas de la gente. O contraviniendo el aspecto constitucional, porque entonces se cae en deslealtades. La ley y el federalismo son primordiales.

Las decisiones no pueden ser unilaterales. En política el juez supremo es el ciudadano. Aunque los partidos son caminos, alternativas, los electores ponderan y deciden. He aquí la importancia de la oferta política, del programa de gobierno que se postula en todo proceso en busca de un cargo de elección popular. Se gana en las urnas y se consolidan los programas gubernamentales. Y el elector tiene derecho a exigir su realización, puesto que para ello votó.

El Ejecutivo debe recordar que obtener la mayoría no es una simple cuestión de cifras. Representa la legalidad institucional. Por ende, el peso del sufragio no puede ser soslayado con actitudes mezquinas o con discursos intolerantes, buscando incrementar la popularidad, pero menospreciando la pluralidad política. En este sentido, democracia también significa lealtad. Con los representados, con los gobernados, quienes entregan la voz y la confianza para que a través de los órganos de gobierno se busque mejorar las condiciones de la comunidad, puesto que de ella emanan. Actuar de otra manera significa traicionar esta decisión ciudadana.

La institucionalidad también es una condicionante de todos los partidos. Acción e intención se sustentan en programas ideológicos, en proyectos, planes y programas de desarrollo social. La ambigüedad, la indefinición, a nada positivo conducen. Sin propuestas transparentes la incapacidad y la incongruencia terminarán por hundir no sólo a la administración federal, sino al país mismo. Este es el riesgo que ahora enfrentamos. Y los equilibrios amenazan con romperse.

Tan importante es la honradez en la convivencia de los partidos, como la naturaleza de la oferta política y el manejo coherente del gobierno. Por eso no es prudente soslayar la responsabilidad social. Al amparo de la democracia, escudándose en los aparentes vientos de cambio, se socava el poder del sufragio y se debilita la vida republicana. Ni la partidocracia ni los gobiernos autoritarios son fórmulas que garanticen el desarrollo de la sociedad. Por el contrario, agudizan las contradicciones e impiden a las sociedades su adecuado progreso.

Los partidos políticos y el gobierno aún están a tiempo de hacer todo lo posible por continuar siendo instituciones que apoyen el crecimiento de la nación. La sociedad contemporánea es herencia de un proyecto de nación consolidado. Por eso conviene fortalecerla, no deteriorarla con acciones revanchistas. Los revisionismos y fundamentalismos provocan más daño que resultados concretos. Romper equilibrios significa socavar la unidad de los mexicanos, apelando al resquebrajamiento mismo de la gobernabilidad. Es alimentar los instintos en deterioro de la acción política. Y eso no podemos permitirlo.

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