Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 20 de diciembre de 2001
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Política
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Soledad Loaeza

No pagarán

Con la misma apasionada determinación con que los republicanos españoles defendieron Madrid de los rebeldes franquistas en 1936 con el lema No pasarán, numerosos son los grupos que en México se han encontrado en la única reacción unánime que ha provocado el gobierno del presidente Fox: una feroz resistencia al pago de impuestos. Unidos en torno a un rechazo que parecería resumirse en un decidido No pagarán, todos los días aparecen en la prensa grupos de quejosos que anuncian que no están dispuestos a aportar un quinto al erario. Al lado de sus advertencias aparecen las airadas protestas, en más de un caso de los mismos enemigos del fisco, en contra del reducido presupuesto público que se ha presentado al Congreso. Aquí hay una evidente contradicción: si se quiere que el gobierno gaste más, hay que darle más dinero para que lo haga.

Pobre de aquel funcionario, legislador, partido político, editorialista, bestia o quimera al que se le ocurra decir que apoya una reforma tributaria, uno de cuyos propósitos fundamentales es la recaudación de impuestos. De inmediato el México pre y antidemocrático se hace presente, demandando el mantenimiento o la creación de regímenes de excepción con argumentos que giran todos en torno a las muy particulares características del grupo de quejosos: porque venden, porque compran, porque consumen azúcar, porque no consumen azúcar, porque escriben, porque leen, porque son grandes, porque son medianos o pequeños, porque son habitantes del Distrito Federal, porque son habitantes de la zona fronteriza, porque pagan colegiaturas, porque no las quieren pagar, porque son el futuro de la patria, porque son el pasado de la nación, y así se van multiplicando las razones para anunciarle al gobierno que No pagarán. Muchos de ellos hablan en nombre de la democracia y consideran que cuando el gobierno quiere cobrar impuestos traiciona su propio origen democrático.

Este reproche no tendría cabida en una democracia moderna porque quienes defienden los regímenes especiales hablan con la voz del viejo corporativismo mexicano y exigen el restablecimiento de uno de los pilares de la arbitrariedad característica del autoritarismo: a cada quien su ley.

Los esfuerzos del gobierno por explicar la relación entre lo que recauda y lo que puede gastar han sido inútiles. Los ciudadanos nos negamos a reconocer que podemos exigir mejores servicios públicos -educación, seguridad, drenaje, iluminación y hasta periférico con penthouse- que son responsabilidad del gobierno, si y sólo si, asumimos la propia responsabilidad, que es contribuir a incrementar los recursos públicos. Esta actitud revela que no hemos entendido que la democracia no se agota en el voto y que, además de garantizar derechos, impone responsabilidades; entre ellas una de las fundamentales es el pago de impuestos, pues sin éstos el gobierno no puede proteger aquéllos. La determinada oposición a pagar impuestos nos exhibe como semiciudadanos, y revela una mal disimulada nostalgia por el autoritarismo paternalista del pasado, aquel que no nos dejaba gobernar, pero tampoco nos obligaba a pagar. Los gobernados no fuimos del todo ajenos a la prolongada permanencia del PRI en el poder, pues representaba algunas ventajas, entre ellas un régimen tributario ineficiente e inequitativo: "No te cobro a cambio de que no votes o de que votes como me convenga". Este régimen parecía barato, y nosotros mismos lo perpetuamos, pues cuando se proponía una reforma tributaria, empresarios, partidos de oposición y grupos de interés particular se movilizaban -como lo están haciendo ahora- para impedir lo que era denunciado como un intolerable atropello. Con el tiempo evadir o no pagar impuestos nos salió carísimo porque se tradujo en un Estado incapaz de atacar la pobreza y de resolver los problemas asociados a ella, así como en deudas externas desorbitadas y en la exagerada dependencia del gobierno de los ingresos petroleros. El resultado vergonzoso es que hoy la posición de México es comparable a la de Guatemala o Haití en términos de carga fiscal. Si midiéramos nuestra condición democrática con este indicador, que se puede hacer, el resultado nos obligaría a aceptar que la derrota del PRI fue sólo un dato en la construcción de la democracia mexicana.

Hace muchos años en México se hablaba de "contribuciones", no de "impuestos". Es una lástima que se haya abandonado aquella noción que evocaba el principio de cooperación que subyace en las políticas de recaudación. Si la recuperáramos tal vez podríamos convencernos de que el costo de que no haya recursos públicos no lo pagan sólo el presidente Fox, Acción Nacional o el PRI, sino, por ejemplo, los enfermos en los hospitales, los niños en las escuelas, los jóvenes en las universidades, el esfuerzo de varias generaciones de investigadores que ha empezado a rendir sus frutos.

En Madrid en 1936 el triunfo de los del No pasarán tuvo la vida breve y luego la república fue derrotada; aquí la victoria del No pagarán también sería de corto plazo y a la larga una tragedia nacional.

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