Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 24 de diciembre de 2001
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Cultura
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Hermann Bellinghausen

La pescadería del Mercado Argentina

Tacuba se conservaba como la meca regional, y no sólo por la delegación de policía, ni el Metro que no había inaugurado, sino ya desde los aztecas. Pero Argentina no era mal lugar para surtirse de ciudad en ebullición, de víveres y material.

El regente de hierro era Ernesto P. Uruchurtu, el hombre más sospechosamente casto y puritano que en estas tierras ha sido. El Estado era el rey con un Partido que al grito de sufragio efectivo/no reelección se había armado una monarquía hereditaria, aunque sexenal, que además, desde Miguel Alemán, redituaba excelentes negocios. Los perros no se amarraban con longaniza, Dios era católico, las escuelas laicas, y la Guadalupana la administraban los Caballeros de Colón (que el ingenio popular sobrenombraba "las mulitas de Don Cristóbal"). En el mercado de Argentina todos los locatarios (sic) eran priístas, de una forma tan así que no hacía falta ni decirlo. Puro sector popular.

En los colaterales de la avenida Legaria la mano se hierro de notaba y no se notaba. Ya para la colonia Pensil no cualquier cuico se atrevía. La verdad, pasada la colonia Argentina, no eran bienvenidos.

La vida iba levantando pese a la proximidad de tantos cementerios, entre San Joaquín y Panteones, circundando aquellas tierras firmes del lago, cuando hubo lago, vecinas de la petrolífera y proletaria Atzcapozalco. Tierras hijas todavía del antiguo señorío de Tacuba.

Quizás el siglo nunca fue más veinte que en los sesenta, la apoteosis de la ilusión, y su derrumbe.

El Mercado de Argentina era un lugar con buena sombra. No rascuache, tenía su "catego", su dignidad comerciante. Y uno se ahorraba ir a Jamaica o La Merced. Ya vendían televisores y ropa, una infinidad de dijes, estambres, utensilios, y junto con las frondosas piñatas, juguetes anteriores a la Edad de la Fayuca. Pero el corazón del mercado palpitaba en la pescadería donde atendía Margarita.

De eso hablaban todos, pero me enteré de qué se trataba el día que un señor, bueno, un muchacho, me dijo:

-Escuincle, te regalo tres pesos si le llevas estas flores a la señorita.

-ƑMargarita?

-Sí, esa. No le digas de parte de quién.

Así que ahí voy con las flores envueltas en papel encerado, que entonces era la gran novedad, todo se envolvía con aquel maravilloso invento, que sucumbiría a la más perenne e invasiva dictadura del plástico.

-Aquí te mandan le extendí a Margarita el ramo por encima de la mesa donde macheteaba filetes de huachinango bien sonrosados.

La cara se le iluminó, pero se contuvo. Y mientras ella me preguntaba quién las manda y yo le decía no puedo decir, la vi por primera vez, quiero decir, la vi de otra manera. Vi a la mujer. De a tiro chamaco, babosito yo. Todavía no me habían besado, y cada vez se me antojaba más hacerlo y que me lo hicieran.

-Anda, dime cuál y se asomó sobre el mostrador buscando entre la gente por el amplio perímetro de la bóveda.

-Me encargó que no te diga me defendí, pero entonces ella me miró a los ojos, así, derecho, y la oí repetir:

-Dime cuál.

Dócil, alcé mi mano izquierda y señalé al autor del episodio, que detrás de una pila de tomates miraba hacia nosotros, devorado por los nervios. Ella echó un vistazo rápido, yo no me despegué de sus ojos y los vi ir y venir en un tris, y ya era otra vez a mí a quien estaban mirando. Levantó las mesilla de acceso al puesto y me tomó de la mano, puso las flores a un lado y de pronto tuve frente a mí la línea divisoria de sus opíparos pechos. Tenía la piel humedecida, pero todo era fresco sin necesidad de hielo, todo era nuevo.

Dicen que el rey Moctezuma tenía su red de tamemes que le garantizaba diario pescado fresco del Golfo. Sus tamemes también tendría Simeona, dueña de la pescadería y potente madre de Margarita. No había hombres en esa familia de medias hermanas y hermanos en que Margarita era la hija mayor. Pero esa es otra historia.

Yo creo que de donde estaba el tipo que mandó las flores se veía perfectamente, cuando un olor de pronto me llenó, y no era el del pescado. No pude evitar alzarme un poco a la boca de Margarita y robarle un beso, el primero de mi vida. No sé si eso es lo tenía ella en mente, pero de inmediato me devolvió el mismo beso, como si fuera el truco del chicle. Sin chicle. Luego se hizo la sorprendida.

No puedo quejarme. Margarita era una hermosa chamaca, pocos años mayor que yo, llena de redondeces ya, y yo un mocoso de cuerda. Ejem, no se den connotaciones a la siguiente afirmación estrictamente documental: la cara de Margarita se parecía la Vírgen de Guadalupe. Ha de ser el clima del valle. Años después, la primera prostituta de las pocas de mi vida, y yo ya grandecito, resultó llamarse Guadalupe. Pero esa también es otra historia, si acaso importa.

Aquel día lejano ingresé al misterio de la mujer, que siempre da más preguntas que respuestas. Por supuesto; si no cuál misterio. Los hombres somos muy malos detectives del corazón de las mujeres, nos las inventamos, y eso les gusta, o no. Allí reside todo el secreto de la ternura, pero no hay manera de entenderlo cuando se presenta.

Margarita ese día Ƒquería picar al pretendiente o quería besarme y me le adelanté? Insondable. Qué podía ver ella en un escuincle de mi insignificante tamaño. Como sea, me concedió el descubrimiento de una dulzura de la que nunca he sabido reponerme.

Muy poco después, y de repente, Simona se consiguió un señor que las llevó a vivir a Iztapalapa y dejaron la pescadería en manos de los empleados. Simeona siguió viniendo, aún embarazada o criando el par de niños que le hizo el hombre aquel antes de desaparecer. Margarita se presentó muy de vez en cuando, y yo ya andaba en otro rollo, aunque entonces no se designaban como "rollo" esas cosas a que uno se dedica.

En la pescadería también descubrí que me gustaban los olores ocultos. En los años en que crecí hacia la adolescencia, nos vimos casi nada, siempre apenitas, pero existía una especie de complicidad romántica que yo todavía era muy joven para apreciar. Luego terminaron los sesenta, y como en los sueños, todo cambió, cataplum.

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