Olga Harmony

Un año difícil /I

Nunca he sido amiga de hacer resúmenes anuales de lo mejor y lo peor de teatro, en parte porque me cuestan trabajo los contundentes juicios de valor y, sobre todo, porque creo que mi quehacer consiste en el análisis lo más cercano posible -y por supuesto con la mayor imparcialidad- de los fenómenos escénicos, no en calificarlos en una imposible escala subjetiva. Empero, se pueden hacer reflexiones muy generales, máxime que tenemos nuevas autoridades y concepciones de política cultural que vale la pena examinar.

Lo primero que salta a la vista es el cambio de director del INBA. A pesar de que Saúl Juárez llega con buenos augurios y prestigio bien ganado, hemos de deplorar la manera tan poco elegante en que Ignacio Toscano fue removido: sean cuales fueran las razones de ello, que por supuesto ignoro, queda la fea sensación de que el respeto a las trayectorias de los funcionarios culturales es algo que se va perdiendo. Es acuerdo casi unánime que si el cambio era imprescindible se podrían haber buscado formas que no lesionaran tanto a Toscano como a una comunidad que lo respeta.

En lo relativo al teatro, la disputa por los espacios del IMSS, que ha puesto en tan grave peligro los comodatos y la prestación de los edificios teatrales del instituto al teatro escolar en los estados, movilizó a los teatristas. La nueva ley del IMSS parece ser arma de dos filos, ya que no desconoce que sus espacios puedan ser utilizados por productores privados, en su mayoría con tendencias muy comerciales, lo que pone en entredicho la idea central con que fueron edificados. La mejor solución es que este patrimonio de la nación -que incluye el fideicomiso con que han venido operando- pasara a manos de Conaculta, a reserva de que el mismo consejo pudiera alquilar o dar en comodato a productores privados para escenificaciones de calidad.

En la Coordinación de Teatro del INBA, el nombramiento de Otto Minera fue bien recibido por la comunidad teatral, pero algo está pasando. Los cambios del organigrama tradicional no han sido para bien, porque la división de quehaceres entre el responsable de la programación de los teatros de la ahora llamada Unidad Cultural del Bosque y una nueva gerencia para éstos ha propiciado una caótica situación de la que se quejan muchos de los que escenifican en los espacios.

Si bien no desapareció la Compañía Nacional de Teatro (como era primera intención de Minera, por considerarla un membrete sin contenido, a lo que se opuso gran parte de los teatristas), no se han respetado las formas de producción, entre las que se encuentran pago de ensayos y otras prestaciones. El hecho mismo de que no haya un responsable de la compañía es en gran parte culpable de la situación, porque la descordinación entre las instancias propicia que la tramoya no pueda cubrir todos los espacios o bien que los tramoyistas sean cambiados de teatro, dando lugar a que se presenten otros que no estén entrenados en los requerimientos de cada montaje.

El lamentable incidente, cuando el espléndido actor que es Claudio Obregón se rompió un brazo en un intermedio de Copenhague -y que el terco profesionalismo del actor no suspendió la función-, puso de relieve las fallas de infraestructura mínima que hay en los teatros de la unidad: falta de agua para limpiar la herida del actor, ausencia de botiquín de primeros auxilios, un médico general que cumple cortos horarios y muchas otras carencias.

El Festival 2001 vino a dar la puntilla a las escenificaciones, porque al regreso de la programación habitual no había quien se responsabilizara de que tuvieran las condiciones mínimas para que los restrenos se dieran a cabalidad. Es necesario revisar nuevamente el organigrama de la Coordinación de Teatro del INBA, preguntarse si es necesaria la gerencia en la Unidad Cultural del Bosque y que la Compañía Nacional de Teatro regrese, con una cabeza rectora, a sus modos de producción.