Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 27 de diciembre de 2001
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Cultura
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Vilma Fuentes

El circo

Los hijos o, mejor aún, los nietos de corta edad son a veces utilizados sin vergüenza por astutos adultos. Podría suceder que un aduanero suspicaz examinase con circunspección a un chamaco deformado por un crecimiento horizontal que debe menos a su régimen alimenticio que a los kilos de estupefacientes ocultos alrededor de su vientre. Por fortuna, hay usos menos culpables de la inocencia. Por ejemplo, el circo. Los adultos no se atreverían a ir solos sin sentir pena. Sería confesar su candidez. Pero acompañar a un niño para llevarlo al circo es una buena acción que permite abandonarse al propio placer, bajo pretexto de sacrificarse por el gozo de los pequeñuelos. Fue lo que hice al llevar a los niños al Gran Circo de México que se presenta este invierno en París.

El placer es un fenómeno misterioso. Me costaría un gran esfuerzo precisar si sentí más entusiasmo por el espectáculo de los acróbatas o por los gritos de alegría de los niños que me rodeaban. Cierto, la audacia de los funámbulos y de los trapecistas, el valor del domador en medio de seis tigres y una leona, son fascinantes. Pero la manifestación espontánea de los niños que se asombran y se atemorizan, sin retener sus emociones, me parece un espectáculo aún más fascinante.

Todos lo saben, la televisión proyecta a menudo representaciones filmadas de los más famosos circos internacionales. Sin embargo, nadie podría pretender haber sentido, frente a su pantalla, esa singular emoción que no se experimenta sino en carne y hueso. Esto me lleva a interrogarme una vez más sobre el poder tan ambiguo de la televisión. Nos muestra todo, pero descarnado. No se siente casi nada. O nada. Sus efectos son similares a los del Canada Dry, sin el sabor, ni el olor, ni el color del alcohol. Cada día nos llegan millares de imágenes del mundo entero. Sin embargo, entre más vemos, más aumenta nuestra indiferencia.

Por una parte, la inflación cuantitativa de las informaciones rebasa las posibilidades de recepción de un individuo normal. Por otra, el traje de arlequín de todas las informaciones distribuidas donde se conoce, en un mismo movimiento, la muerte de muchas personas, el resultado de un match de fútbol, el nombre de la triunfadora del concurso de Miss Universo, el veredicto de un juicio y las predicciones meteorológicas, conduce a poner en el mismo nivel lo importante como lo no importante, y deja al telespectador más embrutecido que informado. Una buena migraña es el mejor beneficio que puede obtenerse de una sesión televisiva.

Pero hay algo más grave. Puede hablarse hoy día del síndrome de Timisoara. En el momento de la revolución, o del golpe de Estado, en Rumania, los nuevos responsables de la televisión de ese país pasaron imágenes espantosas de cadáveres acumulados, atribuyendo este crimen a sus enemigos y dando como pruebas estas imágenes irrebatibles. Hasta el día en que la impostura fue revelada: se trataba de un montaje.

La fuerza de una imagen es tal que la creemos con la ilusión de ser testigos privilegiados. La televisión viene hasta nuestra casa para traernos la realidad del mundo en lo que posee de menos dudoso. Ahora bien, el cine hubiese debido enseñárnoslo: una imagen no es nunca más que una imagen, y ésta puede ser fabricada al antojo. No se trata sino de técnica y talento. El cine tenía esta gran superioridad: una película se presentaba como una ficción. La televisión pretende hacer algo mejor: restituirnos la verdad inmediata de los seres y las cosas. Esta presunción infinita podría convertir de este instrumento magnífico en temible técnica de lavado de cerebro. Creo que fue Umberto Eco quien dijo alguna vez: ''desde que lo vi en la televisión, no estoy seguro de que un hombre haya pisado la luna''. Tras la provocación del humor, esta reflexión merece ser escuchada.

Esto me lleva a un circo mucho menos divertido que el maravilloso Gran Circo de México. Los trágicos acontecimientos de estos últimos meses han dado lugar a una guerra de la información y de la imagen que rebasa cualquier medida. Como si, para los amos del mundo, no fuésemos aún bastante adultos para tener derecho a otra cosa diferente a una información para uso de los niños.

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