Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 2 de enero de 2002
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Política
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Bernardo Barranco V.

Balance religioso del 2001

El 2001 es el año del fundamentalismo islámico. Mientras los analistas debatían sobre las nuevas formas de gozo espiritual, las experiencias religiosas cada vez más individualistas, privadas y ainstitucionales en Occidente, los atentados del 11 de septiembre de pronto nos remiten a los conceptos de guerra santa, islamismo, integrismo, fanatismo y nuevas cruzadas. Si el Islam es una religión relativamente distante y desconocida, los medios de comunicación electrónica se encargaron de deformarlo aún más. Y el Islam no sólo es una religión monoteísta respetable, sino la que más adeptos ha ganado en los últimos 50 años. En la histeria del rating los medios nos dibujaron falsos trazos de un Islam supuestamente maléfico, confundiendo al musulmán con el árabe y al integrismo con el terrorismo. De un plumazo, cerca de 960 millones de musulmanes en el mundo eran radicales y potenciales suicidas. Los medios electrónicos mexicanos parecieron seguir la pauta dictada por Washington, de que los ataques eran contra la civilización de la libertad y del cristianismo occidental; muchos intelectuales respetables no se quedaron atrás y retomaron lecturas de la solapa del libro de Samuel Huntington para afirmar la titánica "lucha civilizatoria", cultural y religiosa que enfrenta el mundo bajo la era global. Incluso algunas feministas, extrapolando el caso de la brutal opresión de los talibanes sobre las mujeres afganas, condenaron y generalizaron el machismo islámico, utilizando, fuera de contexto, versículos del Corán. Todo esto pone de relieve la profunda ignorancia no sólo sobre el Islam y las diferentes formas que asume en las más diversas culturas, sino del papel social y cultural de la religión.

En sí, la religión no es fuente de violencia. Esta proviene de estructuras de poder, de los intereses económicos, políticos, étnicos, y de revanchismos históricos que utilizan el factor religioso para justificar sus acciones. Esta legitimidad religiosa la han buscando tanto George Bush como Osama Bin Laden. Lo religioso no es la fuente primaria, sino el reflejo de una realidad violenta. No existe ninguna teología de la violencia como tal, en ninguna de las grandes religiones tradicionales. El factor religioso puede catalizar un conflicto, convirtiéndose en un elemento de peligrosísima irracionalidad, pero también puede atemperar y convertirse en un factor de reconciliación. El estudio de lo religioso, en la actualidad, se presenta como un reto intelectual que amerita ser tratado con rigor. Lamentablemente es aún asignatura pendiente en la mayoría de las universidades y en los círculos académicos.

En el Vaticano los aires sucesorios soplan con mayor intensidad. Se realizaron dos consistorios, en febrero y mayo, y se nombró a cerca de 50 nuevos cardenales, con los cuales se refrescan las fórmulas para remplazar al anciano pontífice Juan Pablo II. Los consistorios han sido espacios de encuentros, reconocimientos y sondeos subterráneos entre los cardenales votantes del futuro papa. Por su parte Juan Pablo II, achacoso, tenaz y ansioso por dar continuidad al fenomenal operativo católico montado en torno al Jubileo, demandó a su renovado colegio cardenalicio mayor atención frente a la globalización, una mejor pastoral, y solicitó a los purpurados ejemplaridad. De los nuevos purpurados latinoamericanos el que repunta como candidato pontifical es el hondureño Maradiaga.

En marzo la Santa Sede enfrentó una bomba: el reconocido rotativo estadunidense National Catholic Reporter publicó un amplio reportaje que consigna las abundantes denuncias de diferentes congregaciones religiosas por el abuso sexual de sacerdotes hacia monjas en 22 países, resaltando los de Africa. Como es habitual, Roma minimizó el hecho y aplicó un silencio glacial a la denuncia valiente de cientos de religiosas. La situación resulta incómoda pues le resta peso moral a la institución católica, que en materia de sexualidad se muestra severa ante las sociedades de todo el mundo cristiano.

En México el panorama religioso en el año estuvo marcado por dos factores. El primero, cierta dificultad de las iglesias para situarse en la etapa actual de transición del sistema político mexicano; tanto las reglas como los estilos han cambiado. Por ejemplo, no han sabido reaccionar frente al exhibicionismo religioso de funcionarios públicos como Carlos Abascal. Mientras unos obispos aplauden el nuevo equilibrio de poderes, otros, como el cardenal Sandoval, cuestionan el papel del Poder Legislativo. El segundo factor ha sido la creciente desilusión de la alta jerarquía católica frente al gobierno foxista, que había generado grandes expectativas condensadas en el "decálogo" o las 10 promesas incumplidas de campaña. La jerarquía, en extremo prudente, no ha encontrado cómo relacionarse con el gobierno. Ha entrado en un hoyo negro; sus planteamientos, a fuerza de reiterativos y poco novedosos, están dejando de ser noticia. Su última asamblea, salvo algunas notas, pasó inadvertida por los medios. La atonía es tal que hasta el grupo priísta del Episcopado, encabezado por el cardenal Norberto Rivera, ha tomado nuevos vuelos. El cardenal ganó el custodio de la Universidad Pontificia de México, en el marco de la 72 asamblea plenaria, en que derrotó a Luis Morales, presidente de la CEM, en cerrada votación. Finalmente, el Papa en diciembre emitió su veredicto final para elevar al beato Juan Diego a la categoría de santo. El asunto tiene que ser visto con los ojos de la fe, porque históricamente, como dice Miguel León Portilla, no se puede probar la existencia de Juan Diego, pero tampoco su inexistencia. El reto para la Iglesia es cómo recrear desde la religiosidad popular la dignificación del indígena que personifica Juan Diego. La Iglesia debe sacudirse sus fobias por la teología india y comprometerse con este sector; puede así realizar una gran contribución para que México deje sus hipocresías folcloristas que esconden la persistente y sistemática política de exterminio de los indígenas del país.

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