Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 2 de febrero de 2002
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Política

Ilán Semo

La guerra

Hace ya una década, Erick Hobsbawm publicó una historia premonitoria del siglo xx. La llamó: El siglo de los extremos. El título refería un paisaje inhóspito datado por cruzadas ideológicas, utopías fallidas y la certidumbre de que toda certidumbre estaba condenada a la obsolescencia. El pasado como un nudo en la garganta: la obsesión por el cambio, el principio rector de la modernidad, había terminado en un simple cambio de obsesiones.

Pero una lectura más sintomática de El siglo de los extremos propone otro paisaje. Algo parece haber permanecido intacto, al menos desde 1914: la devoción por la guerra. El centro de esa devoción ha sido geográfico, político y moral: Occidente. No quiero decir que todas las otras sociedades no hayan visto en la guerra la continuación casi natural de la política, pero sólo Occidente la convirtió -abusando de una metáfora de Odo Marquard- en una "puerta giratoria de la identidad" que permitió -y sigue permitiendo- pasar de un estado de guerra a otro olvidando las razones del paso.

La Primera Guerra Mundial tomó a Europa por sorpresa. El conflicto de los Balcanes se tradujo no en otro conflicto militar más, sino en un espectáculo aterrador: la guerra como ejercicio industrial. La segunda revolución industrial del siglo xix trajo consigo otra revolución tecnológica: las industrias del exterminio. En 1914, escribe Junger, el "enemigo dejó de ser un ser para transformarse en una máscara". No es un eufemismo. Los campos de Verdún y del Marne se cubrieron de máscaras (de gas), seres (en) uniformes y cuerpos anónimos anegados en el lodo de las trincheras. La Segunda Guerra Mundial completó y perfeccionó esta maquinaria. Hitler y Stalin mostraron que el taylorismo era un método que no sólo servía para la producción en masa, sino para la muerte en masa. El símil entre el campo de concentración y la fábrica moderna no fue aleatorio: la ética del trabajo acabó legitimando el principio del exterminio. Si la Primera Guerra Mundial fue un conflicto dominado por la extraña conjunción entre nacionalismo y darwinismo social, la segunda le añadió la dimensión de la cruzada ideológica. No hay duda de que ambas cifraron frentes y enemigos visibles y tangibles: Occidente vuelto contra sí mismo.

Entre 1945 y 1948 las grandes potencias no abrazaron la ilusión de que ese estado permanente de guerra había terminado, pero avizoraron un mecanismo que pretendía contenerlo: la Carta de los Derechos Humanos y la ONU. La ilusión duró exactamente tres años. La guerra Fría, cuyos orígenes datan de 1948, demostró que el principio de la guerra es mucho más esencial para Occidente de lo que se suele pensar. Hay historiadores que suelen llamar a este periodo la Gran Paz. Es una definición esforzada. Por primera vez en varios siglos, las grandes potencias no chocaron entre sí en el campo de batalla. La razón no fue la renuncia de Occidente a situar la guerra en el centro de su polis, sino la aparición de las armas nucleares. Todo intento de acabar con el enemigo implicaba el peligro del autoexterminio. Tal vez Alfred Nobel, inventor de la dinamita y del premio de la Paz, tenía razón cuando afirmaba que la única manera de establecer la paz era dotar a los enemigos de una arma cuya utilización mutua acabaría con ambos. En la guerra Fría, generaciones enteras vivieron bajo un clima de estupidez y estupor que dividió al mundo, hegelianamente, en dos antípodas aparentes. La "Gran Paz" no fue más que una gran atonía, un eficaz teatro de alineamiento ideológico y político. Cierto, los ciudadanos del centro gozaron de paz. Y eso hace una diferencia, a la que probablemente no quieran renunciar, así sea desplazando la guerra a la periferia, como las que sacudieron, en aquel entonces, en Guatemala y Vietnam, en el Cercano Oriente y Afganistán.

Occidente ha iniciado su cuarta cruzada militar. Como en la Guerra Fría, el enemigo es obra de una (con) fabulación universal, sólo que no de orden ideológico: el terrorismo. Un enemigo perfecto: puede estar en cualquier parte a cualquier hora. Se deja moldear a gusto del usuario. Su razón de ser es no ser: terror. Pero, Ƒqué es el terror? Una definición sujeta a las necesidades y las necedades de la unidad y la identidad crecientes de esa colusión occidental que apunta hacia una era poshegemónica.

La pregunta es siempre la misma: Ƒqué es Occidente?

Kant ofreció una respuesta hace más de dos siglos: un mundo dominado por la ley, el derecho y la pretensión de paz. Tal vez sólo tuvo la mitad de la razón. El rostro del siglo xx mostró la otra mitad: un mundo obsesionado por la guerra como principio rector de la vida pública. Freud y Norbert Elías quisieron explicar esta extraña conjunción de civilización y terror. Habría que volver a preguntarse por ella.

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