Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 13 de febrero de 2002
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Editorial
 
MMH: LA PRESIDENCIA IMPOTENTE

SOLEl ex presidente Miguel de la Madrid Hurtado afirmó ayer, en el marco del Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional, que durante su mandato trató de esclarecer la cruenta represión gubernamental de 1968 y la guerra sucia de los años setenta, pero que circunstancias como "la falta de archivos ordenados y actitudes de resistencias políticas" se lo impidieron y por ello concluyó que "el presidente no es tan poderoso" como suele pensarse.

A la luz de tales declaraciones, resulta obligado revisar que el sexenio 1982-1988, que el encabezó, y que destaca por ser uno de los pasajes más deplorables de nuestra historia reciente.

De entrada, la confesión de impotencia de De la Madrid debe cotejarse con la imagen pública con que su gobierno pasó a la historia: una presidencia débil, timorata y dócil ante Estados Unidos, los organismos financieros internacionales y los especuladores nacionales y, al mismo tiempo, autoritaria e inflexible ante la pluralidad política y social que ya se dejaba sentir en el escenario internacional.

En la lógica del régimen priísta, el sexenio delamadridista es más recordado por su carácter de interregno y de transición que por sus propios méritos: yerro sucesorio de José López Portillo y antesala del salinato. Esa falta de un perfil propio de su sexenio, así como la ausencia de carisma y personalidad de quien lo presidió, no implica que De la Madrid no haya ejercido la Presidencia con todo el exceso, la concentración y la prepotencia que correspondía a los mandatarios del sistema político mexicano, o que no haya echado mano de las oprobiosas facultades metaconstitucionales que caracterizaban a un Poder Ejecutivo sin contrapesos reales.

Dueño del control de la aplanadora priísta en ambas cámaras, de las corporaciones de su partido y de los organismos de procuración de justicia --contando con la sumisión del Poder Judicial--, aplastó sindicatos independientes, inició el desmantelamiento de las empresas públicas y de las instituciones de bienestar social, alentó el llamado "fraude patriótico" contra candidatos de oposición y terminó su periodo en medio de una crisis económica sin precedentes y entre acusaciones de haber presidido una distorsión, también sin parangón, de la voluntad popular: los impugnados comicios de 1988.

Por ello, para ordenar la investigación y la procuración de justicia sobre los crímenes gubernamentales de 1968 y las violaciones a los derechos humanos de la década siguiente, Miguel de la Madrid no habría tenido que recurrir a ninguna facultad extralegal ni convertirse en un presidente omnipotente, sino, simplemente, ejercer los poderes que le confería la ley.

Ahora, 14 años después de haber abandonado el cargo, pretende convencer a la opinión pública de que sus subordinados lo engañaron y se resistieron a proporcionarle la información requerida. Si eso es cierto, habría que concluir, en efecto, que lejos de ser todopoderoso fue un mandatario impotente.

Parece más probable, sin embargo, que De la Madrid se ha limitado a aplicar una de las "reglas no escritas" del extinto sistema político: el encubrimiento automático de los antecesores y de sus tropelías. Sea cual fuere la verdad, su inacción ante los delitos y excesos perpetrados por las administraciones de Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y José López Portillo evidencia que en el sexenio 1982-1988 el estado de derecho era una frase tan hueca como "renovación moral".
 

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