Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 16 de febrero de 2002
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Política

Ilan Semo

Democracia estamental

En México, a un año y medio de las elecciones de 2000, la condición del equilibrio de poderes parece más remota que nunca

LOS PROCESOS DEMOCRATICOS que se iniciaron en América Latina en la década de los 80 han traído consigo dos tipos de transformaciones esenciales. Una es el cambio de las relaciones entre los poderes del Estado y la ciudadanía, o más general, entre los mundos de lo público y lo civil; la otra ha sido el reorden de las normas (escritas y no escritas) que cifran los equilibrios de los disímbolos poderes del Estado entre sí.

La primera, que una endeble metáfora geométrica podría acaso definir como el cúmulo de relaciones verticales que vinculan al poder con la ciudadanía, ha sido la esfera esencial de la disolución de los antiguos regímenes autoritarios que dominaron el continente durante la mayor parte del siglo XX. Hay hechos que la vuelven datable: la proliferación de sistemas electorales más o menos competitivos; la evolución -no infrecuentemente carnavalesca- de los poderes de la opinión pública; la multiplicación de organizaciones civiles que intentan pluralizar las formas de acción social.

Es difícil saber si este cúmulo de realidades nuevas ha hecho de la democracia un orden efectivamente asumido por porciones mayores de la ciudadanía. Cada crisis mayor parece, a veces, ponerla ante el umbral de la duda. Las historias recientes de Perú, Venezuela, Ecuador y Argentina hablan abundantemente de esta fragilidad. Y sin embargo, con la excepción acaso de Venezuela, el retorno a regímenes castrenses o burocracias autoritarias no parece, por lo menos hasta la fecha, merodear la agenda política de los gelatinosos regímenes que produjo la época de las transiciones. En el caso de Argentina la buena nueva es que los procesos de condena y enjuiciamiento de los cuerpos militares redundaron en una efectiva deslegitimación del ejército como un posible (y terrible) actor político de la crisis del país. No es poco en una historia dominada por la arbitrariedad y la impunidad militares.

Acaso el callejón en el que parece acorralado el proceso democrático se halla en otras esferas: el cúmulo de relaciones horizontales que definen los equilibrios y los desequilibrios de los poderes del Estado entre sí. La implosión de la sociedad política argentina, la división militar en Venezuela, las vendetas entre las fuerzas paramilitares de Guatemala, el desencuentro cotidiano entre el Congreso y el Poder Ejecutivo en Perú ilustran la contundencia de este limite.

En México, a un año y medio de las elecciones de 2000, la condición del equilibrio de poderes parece más remota que nunca: la Presidencia se halla secuestrada por la incapacidad de decisión; el gabinete no logra superar sus conflictos internos; el Congreso ha sido incapaz de producir una mayoría predecible; los congresos locales oscilan entre el patetismo y el caos; la Suprema Corte de Justicia es el nuevo gran poder (ya le faltaba) aunque sujeto al vaivén de lealtades impredecibles; el gabinete económico recurre a las prácticas más antiguas para preservar un "rigor financiero" que redunda en una política de desigualdad económica.

Es fácil pensar que el dilema de la fragmentación del Estado reside en la incapacidad de quien está a cargo de su conducción general. En la mentalidad cesarista, el poder de los individuos lo es todo. Y en rigor, toda la sociedad política mexicana se mira a sí misma cada día descubriendo como ese poder se disuelve o se fragmenta antes de que pueda ejercerlo efectivamente -al menos a la vieja usanza.

Atrapado entre las antiguas redes que aseguraban el acceso estamental y jerárquico a los centros del poder político, el proceso de democratización se ha transformado gradualmente en un proceso de dispersión de los equilibrios entre los poderes del Estado. Esa dispersión es, en gran parte, el resultado de una contradicción: pluralizar las estructuras políticas de un régimen basado en franjas de acceso estamental a los poderes del Estado, sin modificar la naturaleza patrimonial de ese acceso puede redundar fácilmente en la feudalización del equilibrio de poderes.

Por supuesto, no es fácil afectar las redes patrimoniales del poder político. Sobre todo si le brindaron estabilidad durante más de medio siglo. Cada vez que se les toca amenazan con hundir no sólo el destino de la reforma, sino de la estabilidad misma. Sin embargo, los ritmos mandan De no hacerlo a corto plazo acabarán por transformar la democratización en una feudalización del Estado.

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