Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 24 de febrero de 2002
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Cultura

Carlos Bonfil

Amélie

Se entiende que el título Amélie pueda resultar comercialmente más atractivo en nuestro país, aunque no deja de ser una lástima haber sacrificado las sugerencias del título original: El fabuloso destino de Amélie Poulain. Para los seguidores del cine de Jean Pierre Jeunet (Delicatessen y La ciudad de los niños perdidos -ambas en coautoría con Marc Caro- y Alien, la resurrección, incursión ya solitaria de Jeunet en la producción hollywoodense), Amélie será una enorme sorpresa. El tono es radicalmente distinto. Del pesimismo y las atmósferas enrarecidas de sus primeros filmes, el cineasta transita a un territorio luminoso y fantástico, casi virtual, muy en deuda con el realismo poético de los años treinta.

El París que captura Jeunet apenas tiene contacto con la realidad actual y deliberadamente ignora las contradicciones sociales, la sociedad multirracial, la enajenación cultural, la petulancia neoliberal, la corrupción política y, entre otras calamidades, el desempleo. Es el París de los poulbots de Montmartre, de las fotografías de Doisneau y de Cartier-Bresson, de las canciones de Damia y de Fréhel, y de los oficios menudos de la pequeña gran aldea (el carnicero del barrio, la panadería, el café de la esquina -los infatigables cuarteles del rumor y la maledicencia). En este París de pequeños comerciantes, de sufragistas del orden, la patria y la familia, azarosamente situado en una época reciente, anclado en realidad en un prolongado periodo de posguerra, surge una figura providencial: Amélie Poulain (la formidable Audrey Tautou), generosa hada urbana, fustigadora de la mezquindad moral y reparadora de heridas y frustraciones sentimentales.

El carisma de la comediante, su encanto avasallador (el cartel de la cinta y su emblema publicitario, la enigmática sonrisa de una Gioconda parisiense), aunado a interpretaciones notables, a la insuperable música de Yann Tiersen, y a los vuelcos vertiginosos de la fotografía, todo esto deja muy atrás los reparos que se le puedan hacer a la idealización de un París de tira cómica.

Se imponen la imaginación muy fértil de Jean Pierre Jeunet, su haz de viñetas pintorescas, a lo Queneau (Zazie en el metro), o a lo Godard (Una mujer es una mujer -la visita a todo el Louvre en cinco minutos), el divertido registro del número de orgasmos que se producen en París en un momento dado, la maliciosa voluntad de contrariarle la rutina diaria a un comerciante mezquino, o el celestinaje de Amélie, que elige dos personajes que podían haberse ignorado mutuamente de por vida para reunirlos en una exaltada ilusión amorosa.

Los juegos del amor y del azar. En el barrio de Montmartre que evoca el cineasta, Amélie Poulain propicia y oficia euforias sentimentales de las que ella misma parece excluirse, como si de algún modo -virtuoso y en esencia misionario-, el tiempo acordado para reparar entuertos y restañar heridas, fuera apenas suficiente para desperdiciarlo en beneficio propio. El destino fabuloso de la protagonista se juega sin embargo en el terreno de la revelación amorosa personal. ƑMediante qué artificios llega Amélie a la conquista de Nico (Matthieu Kassovitz), el extravagante coleccionista de fotografías ajenas? ƑQué relación puede existir entre un sex shop y un café de barriada? ƑEntre el trágico destino de Lady D y el de la propia Amélie, diametralmente opuestos? A estas interrogaciones la cinta ofrece salidas fascinantes.

La magia opera en todos los espacios: en el interior de un departamento, donde un hombre de cristal, de constitución tan frágil que el mínimo golpe puede fracturarle los huesos, copia múltiples versiones de un mismo cuadro impresionista, o en los baños de un café, donde una mujer hipocondríaca accede a una revelación sexual de resonancias telúricas. Aun cuando Jeunet haya optado por una comedia romántica, endiabladamente optimista, irredimiblemente kitsch, el impulso poético de su lenguaje visual y su fuerza imaginativa están presentes con igual o mayor intensidad que en la propia Délicatessen, cinta casi de culto.

El éxito de la cinta ha sido impresionante. En Francia más de 9 millones de espectadores, y récords de taquilla en otros lugares, de Japón a Estados Unidos.

Que en Amélie la nostalgia chovinista y la cursilería retro, tan insoportables en otras comedias románticas, se vuelva atractiva, y de encanto tan exportable, sigue siendo uno de los mayores enigmas. Una explicación azarosa podría ser la defensa de una especificidad cultural (lo típicamente francés, lo inconfundiblemente parisino) en una Europa más globalizada que unida, y en una Francia más neoliberal que nacionalista. A esta posible resistencia cultural habrá que oponer, como una cualidad mayor, el placer del cine artesanal, entendido como un oficio primitivo, renuente a la actualización tecnológica: el gusto por la imagen primordial, por la poesía visual de un Jean Vigo, por la elaboración de iconos inmediatos -Amélie Poulain, fetiche global ("Ella te cambiará la vida")-, y la vieja manía de contar historias, encantadoras y absurdas, que como única justificación exhiben el mismo placer con el que son contadas.

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