Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 25 de marzo de 2002
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Cultura
Hermann Bellinghausen

Oneida y los monos

En primavera, "cuando los monos lanzan sus lamentos" como dijera el compañero Li Tai Po en una de sus cosas, la transversal del río halla la cuenca menos caudalosa que en tiempo de lluvias, y eso siempre ayuda. Era de madrugada.

-La carga va a ser mucha, más vale no.

Castel tenía la costumbre de no terminar sus frases, suponiéndolas, sin fundamento, sobrentendidos. La mitad de las veces "no encontraba la palabra", tal vez porque la pensaba en otro idioma (hablaba varios) y al castellano tenía que llamarlo con tiempo, tañéndole una campana.

Nadie comentó nada. Nos entremiramos a los ojos Arni, yo y los Pardo. Seguimos cargando el balandro, callados. Tenía Castel la costumbre de decir puras obviedades. Como si no estuviéramos viendo y resolviendo que la carga era mucha. Su generación todavía se educó viendo películas mexicanas, donde Joaquín Pardavé oye que tocan a la puerta, dice alguien toca, voy a abrir la puerta, y lo vemos caminar y abrirla. O Libertad Lamarque exclama, ay, me desmayo, y se desmaya.

Nosotros, más jóvenes, pertenecíamos a la generación de los comprensivos, pero a veces nos cansaba la cháchara circular de Castel. Repetía hasta cinco veces en un rato que el juego de sala que compró en Tabasco le salió a mitad de precio y cupo perfecto en la planta baja de su charanga de interés social, aunque ahora, por el sofá, ya no cerraba la puerta de la cocina.

-No es tan grave. Estoy pensando quitarla, ¿no creen?

-Sí, Castel, es buena idea.

Dije, por ahorrarle el silencio que los demás, malvados, se habían confabulado en recetar a sus choradas. Era la quinta vez, digo, que decía lo de su pinche sala. Pero qué me costaba seguirle la corriente. Me daba pena, por él, que no la necesitaba.

Al momento en que el cupo del balandro quedaba satisfecho, y eso que no dejamos fuera de las redes y los contenedores un sólo bulto, rugieron los monos, que para anunciar el alba son más confiables que los gallos. Llevábamos buen tiempo.

Combatiendo a su modo nuestro mutismo, Castel no dejaba de repetir lo que todos sabíamos. Qué calor, eh. Qué cansado. Está tranquilo, el río. Anoche no llovió.

Los Pardo, con cara de fastidio. Arni, entornando sus ojitos miel, lo miraba con toda la ternura de su burla, y luego volteaba hacia mí para compartirme la mirada.

Encerrado en sus discursos, Castel no se enteraba de su desfase.

-A mí se me hace que.

-Que qué, Castel, carajo -dijo uno de los Pardo, ahíto de impaciencia.

Quizás ofendido, Castel no dijo más.

Listo el balandro, me puse a desamarrar. En esas, una gran culebra onduló sobre la arenas y del cordelaje trepó al balandro. Arni gritó con susto de mujer ante la fascinación verde del reptil, que se aproximó a Castel, se le enroscó en las piernas, subió por el tronco hasta el cuello que abrazó y desabrazó rápidamente, y terminó enredándose en el brazo extendido de Castel.

Hasta los Pardo quitaron la cara de fastidio.

-Les presentó a Oneida -dijo con orgullo, pero su naturaleza le ganó y dijo enseguida:

-Es una víbora.

Nuestro azoro nos hizo perdonarle su pesadez pleonásmica. Él giró, y puso el brazo fuera de borda. Oneida se desenroscó graciosamente y cayó al agua con la gracia de Esther Williams. Corrimos a asomarnos mientras el balandro arrancaba. El ofidio, verde y brillante, cabriolaba sobre el agua, iluminada ya por los dorados rayos del alba

-Oneida es compañía de balandros. Está amaestrada. Vino a cuidarnos el recorrido.

¿Ese era el obvio de siempre? Hablaba como si todo fuera de lo más fácil y normal. Castel no ofreció más explicación, y volvió a su discurso circular e inecesario. Los demás no nos reponíamos de la aparición de Oneida. Seguía por los costados al medianamente raudo balandro, que se deslizaba entre el bosque de montañas, con el incesante aullar de los monos en ambas riveras.

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