Elena Poniatowska
Centenario de Leopoldo Méndez (1902-1969)/ II
Andar en la quinta chilla
Leopoldo Méndez siempre anduvo en la quinta chilla,
los centavos de su transporte perdidos en la bolsa del pantalón.
No sólo fue pobre, sino casi huérfano. ''Mi mamá murió
cuando yo era un niño de brazos. Eramos ocho hermanos, mitad hombres
y mitad mujeres. Otro hermano murió muy pequeño". El niño
Méndez vivió de manera indistinta en casa de su tía
Manuela y en casa de su padre, antiporfirista con razones y experiencias
propias para serlo. El y todos sus hermanos, en su juventud, habían
sido comerciantes en un pueblo minero llamado El Oro y el jefe político
del lugar los hizo huir de allí incendiándoles la tienda.
''Dicen que de niño era yo muy malgenioso y muy gestudo; siempre
estaba peleando con todos, sobre todo con mis hermanos". Naturalmente era
a él, por ser el más chico, a quien le tocaban los mandados;
que vete por las tortillas, que tráeme una botella de cerveza de
las que llamaban de mecate; que pásate con Chonita y encárgale
el café; que acompaña a tu hermana mayor a que dé
la vuelta con el novio, porque ninguna mujer debe andar sola nunca; recuerda
que a la mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa y allí
iba el niño recorriendo calles y viendo a la gente sencilla de su
pueblo luchando por sobrevivir. Así fue como Leopoldo grabó
en su mente (y en su corazón) las escenas que más tarde pasaría
a la hoja de papel, al linóleo, a la lámina, a la piedra,
al lienzo.
Este
señor a quien no le gustaba decir ''yo" fue uno de los grandes artistas
de nuestro tiempo, sin duda uno de los mejores grabadores contemporáneos,
el más riguroso, el que vivió con mayor plenitud. Cuenta
en su haber más de 700 grabados que podrían exponerse junto
con los de Kathe Kolwitz y Franz Masereel. Y sus muchos dibujos no desmerecerían
junto a los de Daumier, Durero, Goya y Rembrandt.
En 1962, Méndez cumplió 60 años.
En agosto sus amigos y el Instituto Nacional de Bellas Artes se reunieron
en la sala Manuel M. Ponce para rendirle homenaje. Entonces pudo darse
cuenta cuánto lo querían, no sólo sus amigos sino
cualquiera que por una razón u otra tuviera la oportunidad de tratarlo.
Era entrañable, humilde y además tenía sentido del
humor. Al dar las gracias, Leopoldo dijo que apenas ahora, a los 60 años,
sentía que había aprendido un poco acerca del arte y de la
pintura, que apenas empezaba a penetrar en él, que ojalá
y le fuerandados otros 60 años para ser verdaderamente útil.
En esto coincidió con Hokusai, quien hace más de 150 años
dijo: ''Desde la edad de seis años tuve la manía de dibujar
las formas de las cosas. Cuando tenía 50 años, había
publicado una infinidad de dibujos; pero todo lo que hice antes de los
60 no es digno de tomarse en cuenta. A los 63 aprendí un poco acerca
de la verdadera estructura de la naturaleza, de los animales, plantas,
árboles, peces e insectos. En consecuencia, cuando llegué
a los 80 años, ya había logrado más progresos; a los
90 penetré en el misterio de las cosas; a los 100 había alcanzado
un periodo maravilloso, y cuando tengo 110 años todo lo que hago,
sea un punto o una línea, tiene vida. Yo suplico a aquellos que
han vivido tanto como yo, que vean si no digo la verdad".
Leopoldo, verdadero maestro, el buen pintor, el grabador
mexicano, el que nunca ha hecho nada al azar, el hombre que dialogó
con su propio corazón, me permitió a lo largo de varias entrevistas
que recogiera sus palabras. No hablaba muy espontáneamente, sino
con mucho cuidado; reflexionaba antes de dar cualquier respuesta y estaba
muy pendiente de que apuntara yo las cosas exactamente como él las
decía. Nunca o casi nunca pude meter mi cuchara. Una entrevista
para él era una cosa seria, como todo, como la vida.
''El
México que yo vi al despertar a la vida era todavía el México
de la época de Porfirio Díaz y gran parte del México
colonial que hoy se destruye tan vertiginosamente como vertiginoso es el
ascenso avariento de una clase empresarial ramplona. Yo vivía indistintamente
en la casa de mi tía Manuela, en la casa de mi padre o en la casa
de mi abuela materna. Tenía yo diez años y medio cuando lo
de la Decena Trágica, que acabó con la traición de
Victoriano Huerta y los asesinatos del presidente Madero y el vicepresidente
Pino Suárez. Entonces experimenté sobre mi cabeza la primera
lección de política sin discusión posible. Mi hermano
Joaquín, seis años mayor que yo, descargó con todo
su coraje un coscorrón sobre mi mollera al tiempo que decía:
'¡Maderista a ojo!' Esto, al tiempo que reventaban sobre el techo
celeste las granadas que disparaban los reaccionarios desde la Ciudadela.''
El mal camino del dibujo
-Y el dibujo, ¿cómo toma usted ese camino?
-En los últimos años de primaria comencé
a tomar interés por el dibujo. Había en mi salón otro
niño que decía ser muy bueno para dibujar y yo me medía
con él dibujando batallas marinas. Ambos éramos cabecillas
de dos bandas contrarias. La guerra se realizaba con dibujos y el chiste
era apoderarse de los dibujos del bando opuesto. Naturalmente dibujábamos
barcos. Una vez, al ver mi dibujo, dijo mi enemigo. ''¡Uuy, esta
es una tempestad en un vaso de agua!" Desde entonces supe de la crítica
de arte, pero creo que aquella era mejor que mucha de la que se hace hoy.
''Un profesor de dibujo en la primaria que pintaba flores
al óleo sobre tela de raso y que era buen amigo mío me puso
en este mal camino, malo para mí porque hoy veo que otro quizá
debía haberme cuadrado mejor. Le hice un retrato a don Venustiano
Carranza el día de su santo. Después, este mismo maestro
me enseñó un recorte de periódico cuyo encabezado
decía: 'Regalos al primer jefe', pero en el texto sólo se
mencionaba al maestro. Pero no era el hacer por hacer que me había
empeñado en mi casa, sin que nadie me lo pidiera, a retratar a don
Venustiano Carranza. Fue la respuesta a mis impresiones de la entrada del
Ejército Constitucionalista a cuya cabeza venía el Varón
de Cuatrociénegas (como le decían a don Venustiano). Al recibimiento
habíamos asistido todos los de la familia llevando un ramo de flores
que con tanto cuidados cultivábamos en las pobres macetas de la
casa. Mi familia se sumaba así al jubilo popular.
''Tres años más tarde salí de la
primaria directamente a San Carlos, de la mano de mi tía Manuela.
Esto era en 1917."
-¿Quiénes fueron sus maestros?
-Mis
maestros en San Carlos eran Ignacio Rosas, Saturnino Herrán, Francisco
de la Torre, Leandro Izaguirre y Germán Gedovius. Pero en San Carlos
estuve poco tiempo, porque en 1920 empezó la agitación para
reabrir las escuelas de pintura al aire libre. Yo era el más joven
de los que componían el alumnado de esta nueva escuela; la de Chimalistac,
que dirigía Ramos Martínez, y también quizá
el que tenía más ilusiones y más curiosidad. Estudiar
allí me fue útil porque empezamos a ver más allá
de las cuatro paredes de un estudio cerrado. Lo que no fue bueno para mí,
en particular, es que lo único que podía pintar era lo estático
y ningún maestro me pedía que pintara lo vivo, el movimiento.
Me sentaban ante el paisaje, pero sin ver la figura humana o los animales.
Afortunadamente la necesidad de trabajar para comer me hizo ilustrar los
cuentos, poemas y ar-tículos que me daban mi amigos para que se
publicaran en revistas y periódicos. Los temas me pedían
algo más que el paisaje.
-Esos amigos, ¿quiénes eran?
-Mis amigos, poetas y escritores que hacían mucho
ruido, se llamaban a sí mismos ''estridentistas''. Los únicos
que recuerdo son Manuel Maples Arce, Germán List Arzurbide, Fermín
Revueltas, Ramón Alva de la Canal, Arqueles Vela, Gemán Cueto
y un francés, Gastón, que se ganaba la vida vendiendo corbatas
en la calle y que hacía poemas muy chistosos. Más que nada,
los estridentistas hacían versos y el que tenía que trabajar
más que ninguno era el tipógrafo, que debía usar tipos
diferentes a cada renglón del poema y darle además la estructura
caprichosa que había escogido el poeta.