Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 31 de mayo de 2002
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Cultura

Julieta Campos

Solitario solidario

Resolver, trastornar, infringir: empresa de sedición interior ha sido y es, en sus propias palabras, la obra de Juan Goytisolo. Subversión ideológica, narrativa y semántica: al concluir Juan sin Tierra, que aparece en 1975, un escritor que reclama el derecho a sentirse moralmente gitano, es decir, esencialmente marginal, ha forjado el instrumento para modular su propia melodía, se ha construido un lenguaje. Antes y después ha iniciado, y persistirá, en una paciente y solitaria labor de zapa del conformismo y la mentira. Tiene entonces 44 años y, habiendo encontrado un lenguaje infinitamente abierto a otros lenguajes, ha definido el camino de su andadura literaria. El proceso liberador de la pluma equivale a un proceso liberador del alma y del espíritu. Núcleo generador de poesía, el placer del cuerpo y el de la escritura se miran entre sí, como mirándose en un espejo, y se confunden.

Tantos años después, en este revuelto y trastornado 2002, cuando la convivencia civilizada vuelve a tambalearse, no fue por casualidad que los jurados del Premio Octavio Paz coincidimos en la oportunidad de entregarlo a un escritor tan singular, tan comprometido con la ética como con la palabra. Un escritor que, como Octavio Paz, rechaza los modelos autoritarios, la intolerancia, la simulación, la injusticia y la servidumbre. Que, frente a cualquier absolutismo, de religión o de raza o de ideas políticas, opta por lo heterogéneo, por la pluralidad, por la postura crítica. Que, frente al cierre de cualquier cultura sobre sí misma, elige la múltiple riqueza del mundo. Un escritor a quien el lenguaje del cuerpo y el lenguaje del texto le merecen, como a Paz, lecturas afines. Alguien que se ha propuesto ir retirando, una a una, las máscaras del recubrimiento para toparse con las realidades, a veces inicuas y oprobiosas, de su propia tradición cultural. Juan Goytisolo y Octavio Paz pertenecen, pues, a una misma familia espiritual, la de quienes interpretan la auténtica modernidad como la curiosidad por lo humano, sin limitación de espacio ni de tiempo. Para uno y otro, la única verdad es la verdad poética: la que excluye cualquier pretensión de absoluto; la que sólo aspira a aproximarse al misterio de lo real y a mostrarlo en su infinita contradicción y ambivalencia. Porque la poesía habita en su novela, por su talante intempestivo, por su disposición a la disidencia merece, con creces, Juan Goytisolo que su nombre y su obra queden vinculados a los de Octavio Paz.

Como si todo esto fuera poco tiene el mérito, a mi juicio, de preferir la vida a la llamada ''vida literaria", de creer que la función del escritor no consiste en cosechar homenajes ni premios y de preferir, mil veces, sentirse una persona a posar como personaje público. Goytisolo es un rebelde en el mejor sentido camusiano: el hombre que sabe decir no. Nunca ha pretendido ser virtuoso ni políticamente correcto: sólo se precia de ser un hombre libre y de decir libremente lo que piensa. Por algo se ha identificado con el anti-héroe por excelencia de la historia española: el conde don Julián. O con el malamatí islámico que, desafiando todas las convenciones, atrae sobre sí todos los denuestos. En coherencia con esa postura vital, también su lenguaje narrativo es un desafío que, como él reconoce, invita al lector a un ''cuerpo a cuerpo" con el texto, a batirse con la palabra para penetrarla. Es un lenguaje que habla desde el cuerpo, carne hecha verbo y verbo hecho carne, que invita al lector a quitarse anteojeras para encontrarse con lo más elemental, es decir, con lo más profundo. Frente al discurso inerte de una tradición anquilosada, propone un jubileo de la palabra viva. Lo que salva a un escritor para la memoria futura es su capacidad para innovar con la palabra, para sustituir un lenguaje que falsea la realidad con otro, que la revele en su enorme ambigüedad, en la multiplicidad de lecturas que admite el mundo.

Sustituir la desmemoria o la memoria falseada por siglos de complacencia con los mitos de la hispanidad, con la fantasía de una España eterna, homogénea como la inventaron los Reyes Católicos, y abstraída en la contemplación narcisista de supuestas purezas castizas, con la memoria del pasado real, heterogéneo y mestizo, para entender mejor el presente y desechar lastres para el futuro ha sido el corazón de su aventura literaria.

En busca de oxígeno abandonó la España franquista y, después de probar París y Nueva York, de viajar por Cuba y por México, adoptó el exilio voluntario de Marrakech para mirar mejor a su país desde la periferia, para poner distancia -sin lejanía- de las imágenes ''icónicas" de la cultura española. Para verla con más claridad, dice él, desde los márgenes. Como la vieron el Arcipreste de Hita, mozárabe, o Fray Luis de León, hebraísta y descendiente de conversos, o San Juan de la Cruz, en cuya poesía confluyen la mística islámica y el Cantar de los Cantares. Coincide con Américo Castro en la relectura de la historia y con Blanco White en el rechazo de todas las ortodoxias y todos los dogmatismos. Simpatiza con la sabiduría de Cervantes, en cuyos personajes encarna la dudosa e incierta condición de lo humano. Le gusta situarse en lo que él llama ''la encrucijada porosa": allí donde se cruzan y se trasvasan los géneros, las tradiciones, las culturas y las lenguas.

Hombre de transgresiones y de rupturas, es también un comprometido con la vocación de dar testimonio de lo que ocurre en esta Aldea, Tienda o Casino global donde nos ha tocado vivir y del declive de los valores humanitarios que trascienden el egoísmo y el lucro. Su presencia en Chechenia, en Bosnia, en Palestina da cuenta del desasosiego con que percibe la incapacidad de casi todos para favorecer esa convivencia con lo diferente que tan poco se ha dado en la historia y que, en nuestros días, parece cada vez más cosa de utopía o de milagro. En estos tiempos de racismo y xenofobia, y también de oscuros fundamentalismos, Juan Goytisolo dice: ''Toda mi vida ha sido un intento de sumar y no de restar", y no deja de dar testimonio del escándalo moral de la exclusión del hombre por el hombre. Es un solitario solidario, como algún día dijo Paz de Albert Camus: un solitario que busca la comunión.

Su adhesión está con los parias, dondequiera que se encuentren. Del otro lado de la posición cómoda, de la indiferencia. Su escritura es la del placer de vivir. Su espacio paradigmático: la plaza de Xemáa el Fna, en Marrakech, el único lugar del mundo declarado Patrimonio de la Humanidad, en 1997, no por sus edificios o monumentos sino por ser un ámbito prodigioso de cruce de caminos, de historia, de palabras: un espacio público de convivencia y tolerancia, de encuentro y comunicación entre gente de todas partes, colores y lenguas.

El desencuentro de las dos Españas, en los años 30, marcó la vida y la obra de Octavio Paz. El letargo y el oscurantismo que siguieron a la Guerra Civil fueron el acicate de la actitud rotundamente libertaria que asumió desde muy joven, en la vida y en la obra, Juan Goytisolo. No hay que olvidar que los mejores hicieron, en lo que allí se dirimía, sus apuestas a la esperanza. Lo que estaba en juego era el rechazo a la fatalidad: al oprobio de que el hombre siguiera alimentándose de la muerte del hombre. Hoy, en la alborada del milenio, la misma fatalidad nos ronda.

La civilización y la convivencia siguen en crisis. Goytisolo mantiene los ojos bien abiertos y se indigna. La muerte se obstina en prevalecer, por todas partes, sobre la energía creadora que tendría que fluir en el contagio saludable entre las culturas. Descubrir semejanzas en las diferencias -la esencial heterogeneidad del ser, en palabras de Antonio Machado- es lo propio del poeta. Por eso él lo es. Porque ser poeta no es sólo hacer versos: es dejar que hable lo que Paz llamó ''la otra voz", la que concilia los opuestos y nos hace transitar por esa cuerda tensa que permite, muy excepcionalmente, derrumbar barreras entre escritura y vida. En esa tesitura se ubica en el mundo Juan Goytisolo. Por eso recibe hoy este premio. Por haber elegido la encrucijada de todos los caminos, el espacio del encuentro; el espacio de la poesía. Por ubicarse en la dimensión de lo solidario, en la ética de la supervivencia de la especie humana que, no me canso de citar a Octavio Paz, pende de un hilo cada día más frágil: el ejercicio, por desgracia tan improbable, de la fraternidad.

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