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Penal femenino de Tepepan: entre el abandono y la esperanza

María Esther Espinosa

 

Las paredes desnudas de los largos pasillos que conducen hacia los cuatro tipos de dormitorios que albergan a las 277 internas del penal femenino de Tepepan, parecen a primera vista simples muros austeros y silenciosos donde reina la calma y el orden. Aquí no pasa nada irregular. Todo está debidamente organizado: en la planta baja se ubica el dormitorio para las presas de la tercera edad y en el primer piso el de las madres que comparten su cautiverio con sus hijos menores de seis años. En el otro extremo, pernoctan las catalogadas "de alta peligrosidad" y en otro diferente, las sentenciadas por delitos de menor relevancia. Hay una sección aparte para las afectadas por trastornos psiquiátricos. Aunque en realidad todos son iguales salvo por las mujeres que los ocupan.
No obstante la apertura y "fácil acceso" que las autoridades ofrecen actualmente a los medios de comunicación con el afán de erradicar la imagen de corrupción, abuso y violencia con que se ha estereotipado a los penales, estas instituciones de readaptación social no dejan de producirnos una especie de escozor: los gastados pisos hablan, los muros incoloros gritan, las lámparas fundidas gimen, las regaderas con cortinas desvencijadas nos dicen algo, así como también las cocinetas donde no hay cabida para un refrigerador o una alacena. Tan sólo una hornilla y unos cuantos trastes murmuran un abandono político, presupuestal, administrativo y/o intelectual supuestamente erradicado.
El penal cuenta con una pequeña biblioteca que es poco frecuentada y que las más de las veces se utiliza como sala para armar rompecabezas. Tiene un Centro de Desarrollo Infantil (CENDI) que recibe niños de las colonias aledañas y cuenta con varios salones que se ocupan como talleres para realizar manualidades, aparte de las aulas de estudio, un gimnasio, la torre médica y el área de visita. Precario y deteriorado se aprecia el mobiliario. Las áreas verdes son espacios al aire libre de pasto amarillento, sin flores ni árboles. Una tierra descuidada tanto como el resto de las instalaciones. En los dormitorios las puertas cerradas a fuerza de cerrojos y candados conviven junto a grandes y burlones agujeros que quedaron como cicatrices en la madera despostillada de cada habitación donde duermen, viven y se recrean no menos de cuatro ni más de seis mujeres que día con día luchan por conservar el espacio indispensable para acomodar su cama y un mueble para la ropa. Lo demás depende del gusto e ingenio de cada una para darle su toque especial, con adornos, fotografías, un espejo o muñecos de peluche.
Para ellas, la intimidad se construye con sábanas colocadas como tendederos fantasmales que rodean el único mueble imprescindible de cada presa: su cama individual en torno a la cual se establecen los límites territoriales entre las pertenencias de unas y otras mujeres que habrán de convivir los tres, 15, 20 o 40 años que determinó su sentencia, ya por robo en cualquiera de sus modalidades, ya por secuestro, narcotráfico u homicidio.
Ellas son en su mayoría jóvenes que apenas llegan a los 30 años. Poco más de 100 son solteras, 36 casadas, 89 en unión libre, 10 divorciadas, 17 viudas, seis separadas y 14 son clasificadas como inimputables, por su condición de enfermas mentales (cifras al 5 de diciembre de 2001). En su mayoría pertenecen a un estrato socioeconómico bajo y con una instrucción de apenas primaria.
Lucen como cualquier ciudadana con la que se topa uno a diario en la calle. Algunas maquilladas y arregladas; otras, apáticas, permanecen tumbadas en su cama sin el menor interés por su aspecto. No están obligadas a portar uniforme, pero sí a usar colores básicos para su ropa: azul, negro, beige o blanco.
Su futuro está entre esas paredes, su juventud quedará entre rejas, muchas abandonadas por sus familias y repudiadas por la sociedad. Nada volverá a ser igual en sus vidas. No obstante, ellas sueñan, hacen planes e incluso optan por la maternidad, como Alejandra que hace tres meses dio a luz un varón. Obtendrá su libertad en poco más de un año, pero no quiso esperar para rehacer su vida. "Me embaracé porque quería un hijo. El padre no me importa. En la cárcel se puede ser una buena madre. Dedicas todo el tiempo a tu bebé. Si estuviera libre, tal vez no lo haría con tanta devoción. Aquí, él alivia todo mi pesar".
Las inimputables, en otra área, más lúgubre, más descuidada. No hay necesidad de que las describan, su semblante, su aspecto, lo dicen todo, no distinguen entre realidad e imaginación, su mundo es el pabellón psiquiátrico. Imposible descifrar la edad de María: dientes cariados, granos en la mano, saluda cariñosamente a todos. "Licenciada, ya me quiero ir, ya no quiero estar aquí, cuándo me vas a sacar, llévame", le dice a Monserrat Figueroa, directora de Tepepan.
Es día de visitas, unas están con sus familiares, otras en sus estancias, unas haciendo el aseo o la fajina como le dicen, pues por ello reciben un salario de 90 pesos a la semana, mismo que trataran de juntar (si es que lo logran) para algún día mandarlo a los hijos que están afuera, o comprar la bicicleta para el que está adentro con ella. Otras, sumidas en sus pensamientos, dan rienda suelta a su imaginación transportándola a las manualidades: las cajas de música, las velas, los tapetes, los botes de basura, las bolsas, los arreglos de navidad. Cerca de la dirección, una de las reclusas cuida el puesto en donde se vende lo que hacen sus compañeras; mata el tiempo tejiendo y platicando con su amiga Josefina, quien no es reclusa, pero desde hace 18 años visita los reclusorios para darles un poco de consuelo a aquellas mujeres olvidadas, abandonadas o imposibilitadas a recibir visitas.

 

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