Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 31 de agosto de 2002
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Política

Ilán Semo

Naipaul, Verne y los libros de la SEP

De los géneros que procura la memoria, la autobiografía es probablemente el más inverosímil. Datar la vida de uno mismo como un hecho que tiene cierto sentido supone que ese hecho encierra efectivamente algún sentido, lo cual es dudoso. Borges, por ejemplo, acostumbraba decir que desde joven sabía que su destino sería la escritura. Es obvio que quería recordarnos no tanto los avatares de su niñez como una forma en la que prefería ser recordado. Lo mismo se puede afirmar de Heine, que "presintió su vocación" a la imposible edad de nueve años, cuando su madre le leyó por primera vez poemas de Virgilio. ƑPero qué son las "memorias" sino imágenes lanzadas al océano del tiempo? En principio, la felicidad de poder prever la vocación que nos aguarda le está vedada a la gran mayoría. Mark Twain soñó decidida e infructuosamente con ser explorador, Conrad marinero y Musil matemático. A este cúmulo de vocaciones suspendidas debemos acaso algunos hechos esenciales: la existencia de Tom Sawyer, una visión indispensable del mar y la vecindad de ciertos misterios del absurdo.

En Leer y escribir V.S. Naipaul recuerda su infancia también repleta con los sueños del escritor, con la ventaja de que nos acerca más al niño que al prospecto de escritor: "Tenía no más de 11 años cuando me llegó el deseo de ser escritor; y luego, poco después, fue una ambición definida... En mi caso, sin embargo, la ambición de ser escritor fue una especie de farsa durante muchos años. Me gustaba que me regalaran una pluma fuente y un frasco de tinta Waterman y cuadernos rayados de ejercicios (con márgenes), pero no tenía el deseo ni la necesidad de escribir nada, ni siquiera cartas: no había a quién escribírselas. No era especialmente bueno en la clase de composición inglesa en la escuela; no inventaba ni contaba cuentos en mi casa." Para un niño "ser" significa imaginar, actuar: ponerse a sí mismo en escena. Acaso la distancia que separa a todas esas infancias no es menor que una similitud que las une: como Twain, como Musil, como Conrad, Naipaul creció ro-deado de libros y, sobre todo, de seres queridos (o incluso temidos, como el señor Worm, director de su escuela primaria) que lo acercaron al mundo de la lectura. Hay un momento en que el contacto entre un niño y los libros se vuelve simplemente una empatía: una relación afectiva con los seres que lo rodean, y que tiene poco que ver con el libro mismo. Es un momento crucial de iniciación, y no sólo en aquellos pocos que se convierten en escritores (la diferencia es que ellos hablan de ese momento). Escribe Naipaul: "Me gustaban los libros nuevos, como objetos físicos, pero no era un gran lector (...) Durante una o dos horas a la semana en la escuela -esto era en quinto de primaria- el director, el señor Worm, nos leía Veinte mil leguas de viaje submarino de la serie de Collins Classics (...) No era un texto para analizar, sólo era la manera del señor Worm de introducir su clase a la lectura en general (Julio Verne era uno de esos escritores que se supone gustan a los muchachos). Pero esas horas eran vacías para nosotros, no fáciles de aguantar ni de pie ni sentados. Yo entendía cada palabra que pronunciaba pero no captaba nada (...) Sin embargo, a estas alturas, ya había empezado a tener mi propia idea de lo que era escribir. Esa idea de escritura se había desarrollado a partir de las cositas que mi padre me leía de vez en cuando." Esas "cositas" eran: Esopo, Andersen, Swift, Conrad. Siempre es difícil saber si basta una aplicada reiteración para hablar de un "fenómeno", pero sin el tío Ben de Twain, o la madre de Thomas Bernhard, o el profesor Monti, maestro de Pavese en el liceo, o el padre de Borges, tal vez ninguno se habría topado con la lectura como deseo, es decir, con la posibilidad de convertirla en un hábito, algo necesario.

El programa de dotar de acervos de libros a las escuelas elementales emprendido por la SEP podría parecer, a primera vista, magnánimo. Cientos de miles de niños tendrán a su disposición en el aula una pequeña colección de libros. La pregunta es: Ƒpor qué debe ser el destino de estos acervos distinto a la infructuosa suerte que corrieron los libros que hicieron llegar también a las aulas Vasconcelos, Jaime Torres Bodet o la administración de López Mateos en su momento? En rigor, el principio es el mismo: a) se elige a priori -también se puede decir: se impone- una lista de títulos, b) se supone que (Ƒpor ósmosis?, Ƒpor contagio?, Ƒpor contemplación?) el contacto con los libros acabará seduciendo a los futuros lectores, c) se distribuyen los mismos títulos en un mundo donde la diversidad de preferencias e inclinaciones de alumnos, profesores y familias debe tener un carácter estrictamente aleatorio. La condición agravante de esta remesa es, como se ha dicho hasta la saturación, que ni siquiera considera textos clásicos, es decir, textos que los mismos niños han convertido en clásicos. Una de las barbaridades educativas de nuestra época reside en la creencia de que un libro pedagógico (un libro supuestamente hecho para niños, una suerte de texto premasticado, como la comida Gerber) pueda sustituir el poder de seducción de un clásico. Insisto: un clásico para niños. Hay clásicos antiguos y nuevos también. Cada época produce sus propios clásicos. De la futilidad de la premasticación "pedagógica" habla el fenómeno Harry Potter, cuatro volúmenes de ardua lectura leídos por millones y millones de niños, o de adultos que se los leyeron a los niños.

La selección de una lista prestablecida prescinde de antemano de los gustos y las afinidades de la figura que desempeña el papel central en la iniciación a la lectura: maestros, maestras, padres, tíos... en el supuesto de que éstos tengan alguna afinidad con la lectura. Además prescinde de una de las prácticas más constitutivas del mundo de los lectores: la libertad de elegir. Ahí donde los adultos no leen, los niños difícilmente lo harán (el axioma opuesto no es necesariamente válido). ƑNo sería más "pedagógico" confeccionar una lista vasta de títulos y alentar a los maestros y las familias a escoger con relativa libertad los que más les atraigan? La misma discusión encerraría en sí un proceso de iniciación, así sea mínima, para quienes más lo necesitan: los adultos. No se equivoca Daniel Golding cuando reclama que una política de fomento a la lectura vaya acompañada de un estudio de "qué, cuándo, cómo y dónde leen los mexicanos, diferenciados por edades, sexos, niveles educativos y sociales".

Por ahora, no es difícil imaginar el destino que tendrán esos suspiros de colección de libros depositados en cada aula: una suerte de estante de pequeños búhos disecados que miran a los niños con la misma incredulidad que ellos miran a los libros.

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