Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 26 de septiembre de 2002
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Cultura

Olga Harmony

Bellas atroces

Desde Nancy Cárdenas (con obras propias como El día que pisamos la luna o adaptaciones dramatúrgicas a novelas como Claudine en la escuela, de Colette, o El pozo de la soledad, de Radclyfe Hall), a lo que me acuerdo, el tema del lesbianismo no había sido tratado por ninguna dramaturga mexicana.

Elena Guiochins ya se había acercado al tema en textos anteriores, pero un poco de soslayo, y es con Bellas atroces la obra de reciente estreno con la que entra de lleno en él, a partir de tres personajes de la tradición judeocristiana que, aparte de la carga ideológica, siempre se han identificado con diferentes tipos de la feminidad. Aquí encuentro la primera trampa y el primer desacierto de la obra. Empecemos por la trampa. Si se está en desacuerdo en que los tres símbolos tienen una carga lésbica, puede pensarse en homofobia, cosa que estoy muy lejos de sentir, aunque siempre me he preguntado la razón de que las personas gay -no todas, por supuesto, pero sí muchas de las que desean una defensa apasionada de su elección sexual-, que están con toda razón por el respeto a la diferencia, no acepten a ese otro diferente para ellas que es el heterosexual. Creo que viviríamos en un mundo más cómodo si se entendiera que estamos en una época signada por la pluralidad de opciones y que en el clóset anímico de todo heterosexual no se agazapan deseos de otra índole. Cabría anotar, también, que si bien en los grupos feministas existen con todo derecho grupos lésbicos, no todas las feministas, o aun las mujeres con un deseo de emancipación de los únicos roles que se les han destinado históricamente, son lesbianas, lo que sería otra trampa del texto.

Por otra parte, y hablo ahora desde el punto de vista teatral, los símbolos elegidos por la dramaturga son demasiado fuertes para lo que vemos transcurrir en escena. Los personajes de Eva, la perdición de Adán, María, la madre virgen y pura y Lilit, la primera mujer que se rebeló (así los describe Guiochins en su texto editado por Anónimo Drama y esa es su intención), son prototipos que se ajustan poco a los que aparecen en la obra. Menos conocida que las otras, Lilit -cuyo nombre viene del hebreo Layil, que quiere decir noche- es según la Cábala la primera mujer de Adán que se negó a ser menos que el hombre porque también estaba hecha a imagen y semejanza de la divinidad. A pesar de la tradición que la convierte en demonio y madre de íncubos y súcubos, su figura se ha convertido en bandera feminista. Ni ella, ni Eva o la madre de Jesús se pueden identificar con las mujeres que interpretan una historia amorosa, un triángulo un tanto manido con estas bellas que de ningún modo resultan atroces. Pienso que el deseo de subversión de la autora la llevó demasiado lejos, porque ni su Eva es la pecadora primigenia, ni su María es la dulce madre a quien se puede acudir, ni su Lilit es la arrogante rebelde.

Hubiera sido mejor que la dramaturga se olvidara de esa intención subterránea de dotar a las mujeres lesbianas de parentescos míticos y se hubiera centrado en que cuenta, con varios tiempos entremezclados en que las tres, junto a la invitada del clóset, van dando datos, de la época victoriana hacia acá, de cómo se ha mirado el amor entre mujeres en la cultura judeocristiana de la que somos herederos. La historia de esa muchacha que teme afrontar su verdadera manera de ser -y que es la verdadera historia y el conflicto en el texto- y que por fin se decide al amor de su elección, es lo suficientemente ilustrativa y posee el suficiente peso dramático para no requerir tantos apoyos.

Ana Francis Mor hace su segunda incursión en la dirección escénica. Al igual que en la primera tiene muy buen ritmo y buenas soluciones en los cambios de escena que da mediante biombos pintados con figuras alegóricas y algunos muebles movidos por las mismas actrices según la escenografía de Xóchitl González, pero no da diferencias de matiz y tono, como se puede observar en la mala escena del té victoriano, en que no se guardan los modos de época. Las actrices tienen poco apoyo en su directora y en sus endebles personajes, excepto María René Prudencio como Eva, y se mantienen en el grito y en la inexpresividad actoral.

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