Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 17 de octubre de 2002
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Editorial
 
TIEMPOS OFICIALES: VERGÜENZA Y DESCARO

sol-2El pasado jueves 10 de octubre, en el marco de un festejo privado de la Cámara de la Industria de la Radio y la Televisión (CIRT), el hasta ese momento presidente de ese organismo cupular, Bernardo Gómez, anunció que el titular del Ejecutivo federal, Vicente Fox --presente en el encuentro-- había decidido regalarles a los empresarios del ramo más de dos horas diarias de tiempos de transmisión que pertenecían al Estado.

La determinación correspondiente fue adoptada en la forma clásica de la arrogancia presidencial priísta que había parecido extinta: en negociaciones secretas entre el mandatario y los operadores del duopolio televisivo que padece nuestro país, de manera violatoria a la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental, orgullo de la presidencia foxista, y en forma tal que significó una vergonzosa genuflexión de la institución presidencial ante intereses particulares y una bofetada a la ciudadanía, así como a los investigadores de las organizaciones sociales y los legisladores que habían venido participando en la mesa de diálogo para modificar la legislación que regula el funcionamiento de los medios electrónicos.

Por la vía del decreto --es decir, de espaldas al Poder Legislativo y en contravención del más elemental sentido democrático-- la Presidencia abrogó el Reglamento de la Ley Federal de Radio y Televisión, que estaba en vigor desde 1973, y promulgó uno nuevo en el que se cede un espacio que debiera ser irrenunciable, porque es propiedad de la nación. En efecto, ha de considerarse que las frecuencias otorgadas a los empresarios privados de la radio y la televisión son un bien nacional y, por ende, patrimonio de todos los mexicanos, no únicamente de las familias Azcárraga y Salinas. Las concesiones las obtuvieron del Presidente en turno, no de una licitación pública.

Si Fox no midió la enormidad de su traspié, es probable que las severísimas críticas formuladas por las personas que más conocen de medios informativos en su propio partido --los legisladores Javier Corral Jurado y María Teresa Gómez Mont-- se hayan encargado de situarlo en la realidad: su gobierno ha traicionado promesas centrales de campaña en materia de transparencia, democracia, equidad, decencia y respeto al patrimonio nacional. Sea cual sea el costo político, cabe exigir que el Presidente rectifique y dé marcha atrás en el oprobioso acto de gobierno que perpetró la semana pasada.

De los concesionarios beneficiados por el error o la sumisión presidencial habría podido esperarse, cuando menos, discreción y prudencia declarativa. Por el contrario, el enorme botín que acaban de obtener parece haberlos llevado a nuevas expresiones de insolencia y cinismo. En ese tenor, Ricardo Salinas Pliego, dueño de TV Azteca, se quejó, antier, por el hecho de que, en lugar de las tres horas cedidas por Fox, "nos cargan de puerquito 18 minutos"; en el mismo sentido, Emilio Azcárraga Jean, propietario de Televisa, y quien por lo menos sabe hablar, dijo que tal disposición "sigue siendo injusta".

En otro sentido, resulta desconcertante el descaro de los poseedores y principales comentaristas de Televisa y de TV Azteca al afirmar que el 12.5 por ciento del tiempo de transmisión que correspondía al Estado era un instrumento de censura del gobierno para, en voz de Salinas Pliego, "tener de rodillas a la industria de la radio y la televisión". Bernardo Gómez, vicepresidente de Televisa, afirmó, a su vez, que los llamados "tiempos oficiales" "amenazaron nuestra libertad de expresión".

La verdad es muy diferente: lo que ha amenazado y destruido la libertad de expresión en Televisa son los intereses económicos de los dueños de esa empresa, quienes, por décadas, han vivido en un vergonzoso maridaje con el poder. Por decisión propia fueron gobiernistas en el 68; desinformaron y mintieron a la opinión pública durante el movimiento estudiantil de 1986-87 y durante la primera campaña presidencial cardenista; fueron delamadridistas con De la Madrid, salinistas con Salinas, zedillistas con Zedillo y ahora, por supuesto, aplauden el inopinado regalo que les hizo Vicente Fox.

Por lo que hace a TV Azteca, no está de más recordar que esa empresa nació de la dudosa desincorporación de Imevisión, cuando Carlos Salinas de Gortari le entregó a Ricardo Salinas Pliego el control de la emisora, en una operación en la que hubo de por medio unas decenas de millones de dólares aportados por el hermano del entonces presidente, según admitió el mismo Raúl Salinas. En el caso de TV Azteca, origen es destino: desde su surgimiento como compañía privada, esa televisora ha defendido a los grupos en el poder, ha denostado a las oposiciones y, cuando uno de sus comediantes favoritos fue asesinado, en un turbio episodio de adicciones y tráfico de drogas, la directiva de TV Azteca, en una maniobra que era tanto una distracción de la opinión pública como un galanteo con el poder priísta, no dudó en señalar al entonces jefe del Distrito Federal, Cuauhtémoc Cárdenas, como responsable del crimen.

En suma, en nuestro país, en términos generales, las concesiones televisivas no han sido contrapeso, sino parte, de los excesos del poder público; no han sido impulso, sino cortapisa, al ejercicio de la libertad ciudadana de expresión; no han promovido la cultura, sino el comercialismo y la vulgaridad; no han servido para atenuar las enormes injusticias sociales, pero sí para enriquecer desmesuradamente a sus concesionarios; no han impulsado la democratización, sino que han atacado y denostado a los luchadores por la democracia, ya fueran individuos u organizaciones. La cesión perpetrada por Fox es una aprobación al pasado antidemocrático, intolerante y autoritario que el país está empeñado en superar.

Cabe demandar, por ello, que el Presidente rectifique, y si no lo hace, que el Legislativo asuma su dignidad institucional y establezca una nueva legislación que termine con las onerosas prebendas de que disfrutan los actuales concesionarios y que devuelva las frecuencias a su propietaria constitucional y legítima: la nación.
 

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