Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 21 de diciembre de 2002
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Política

Ilán Semo

Santa Fe

Diciembre de 2002 en una desértica avenida de Santa Fe. Es mediodía. No hay un solo tran-seúnte. La avenida se reduce a unas lozas anfractuosas de concreto tendidas para dar cabida a seis o siete filas de automóviles de cada lado (en las horas pico), que escalan a gran velocidad una colina o descienden de ella. Una ladera revestida con un material grisáceo (Ƒvinil?) simula un risco (su estilo es una suerte de Reino Aventura tardío). El promontorio encubre el último vestigio del gran basurero de la ciudad, que residió aquí durante décadas. Sólo que la maleza y el agua han empezado a cuartear la escenografía. "Al cerro se le corrió el rímel", comenta una señora rodeada de bultos, que se encoge de hombros, en la única parada de autobús que se divisa en la cercanía. Es una manera más precisa de formular una antigua sentencia de Baudrillard: "El maquillaje es el simulacro del instante". No ha nacido del todo, y Santa Fe-2000 ya muestra signos de cansancio.

Más allá, en dirección de la ciudad, se extiende un larguísimo edificio de oficinas. Recuerda ciertos rasgos de ese neomonumentalismo que se propagó en la primera mitad de los años 90 del siglo pasado. Si las gestas del poder y de la arquitectura tienen algo en común, el culto al futuro de la revolución salinista se tradujo en un culto al espesor del concreto. La ciudad fue poblada de metáforas de pirámides, que son inevitablemente criptas. Como la mayoría de los estilos de la ciudad, donde rindió mejor fue en el culto a la fachada: la fachada del Auditorio Nacional, la envoltura de la Universidad Pedagógica Nacional, las mamparas del puente de Fray Servando... La modernidad entendida como fachada estricta. Lo que alivia esa grandilocuencia en el edificio de Santa Fe es el color. El ocre y el amarillo anuncian una arquitectura en tecnicolor, menos fúnebre, más prosaica.

En el territorio de enfrente, al otro lado de la avenida, prospera una "nueva" arquitectura. Decenas de edificios recientes (todos de oficinas) se apiñan en el camino hacia la colina. Lo distintivo de Santa Fe es que no hay banquetas, o son un simple guiño para los automovilistas. Por eso, imagino, tampoco hay transeúntes. Ni puestos de tacos, jugos, periódicos, o de vendedores ambulantes que garantizan a la ciudad ese espíritu aglomerado de colmena. Lo asombroso es que se trata de una zona de oficinistas. Hace algunos años la única banqueta regular que existe en esa inmensidad fue poblada vertiginosamente por un centenar de puestos. Una mañana se encontraron con que la compañía de esa acera había mandado construir unos diques de cemento que protegen a los árboles y expulsan a los seres humanos. Se acabaron los puestos, y también el bullicio. Finalmente alguien logró vaciar de gente a la ciudad, que representa probablemente una de las ilusiones con mayor rating en el conjunto urbano.

En Santa Fe, la jungla de asfalto cede ante el desierto de asfalto. El espíritu de la colmena se interrumpió para dar paso a otro modus vivendi, una suerte de mutación estética: la estética del casillero. Nadie, a saber, sostuvo que lo funcional debía regirse por algún recato estético. Desde que la obsesión por la "utilidad" invadió los usos de la estructura espacial, terminó probablemente la historia de la arquitectura como arte. El enigma reside en el poder de convencimiento de esta decepción estética: la apuesta reiterada a las moles de cristal y metal que celebran una época que no sabe cómo deshacerse de los fantasmas de la modernidad. Cada construcción en Santa Fe es singular. Tienen su propia fisonomía, su propio color, y están hechas de materiales distintos. Lo uniforme es retro: una apología de la diversidad, un auténtico archipiélago de formas y arquitecturas (hay construcciones, como la de Hewlett-Packard, realmente espectaculares). Pero las une una tendencia o una pulsión: fijar el vacío, ahuecarlo más aún, encarnarlo, neutralizar el espacio, despoblar de cualquier señal a la forma. La arquitectura-aparador en espera de ser llenada por algo, que da la espalda al inevitable carácter de protagonista que tiene la propia arquitectura en la vida cotidiana de la ciudad.

En la cima de la colina se halla el Templo Mayor, es decir, el centro comercial. Santa Fe es probablemente la primera ciudad, o intraciudad, que surge alrededor de un mall. No hay una iglesia, ni un parque, ni una plaza, ni un edificio público: sólo un templo del consumo. En rigor, es un mall como cualquier otro. A él acude la misma clase media que a cualquier otro. La diferencia reside tal vez en sus excedentes simbólicos: la opulencia como espectáculo puro (fuera del alcance de la absoluta mayoría de quienes deambulan por sus corredores); el aparador de lo vedado; el consumo como utopía. O, más simplemente, el hecho de estar ahí, un viaje a otra ciudad que venera a los fetiches del lujo como ejercicio puramente platónico de masas.

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