Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 26 de enero de 2003
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Política

Rolando Cordera Campos

Mientras tanto

Los partidos parecen haber decidido que su única preocupación es la elección de julio. El presidente Fox abrió también sus cartas y se apresta a hacer campaña por una nueva mayoría que aunque vestida de azul y blanco sería más que nada la cohorte presidencial que le permitiría, cual guardia pretoriana parlamentaria, hacer unas reformas míticas de las que se ha decidido hacer depender el futuro de México. El país tendrá que esperar a que sus mandatarios se refresquen en la liza electoral y abrir un paréntesis que se cerraría con la instalación de la nueva Legislatura.

Mientras todo esto ocurre, no sobra recordar algunas asignaturas pendientes cuyo incumplimiento hace que la democracia penda de un hilo. Una de ellas, la fiscal, forma parte del recetario que sus consejeros le han hecho aprender como jaculatoria laica al Presidente, pero casi todas las demás han surgido más bien como una contra agenda producto de los despropósitos del gobierno, que han llevado la promesa del cambio a un desgaste que puede concretarse en julio en una abstención masiva; ésta sería expresión de crisis política más que el resultado de las supuestas rutinas electorales que caracterizan a las elección intermedias.

Hablar de crisis puede sonar anacrónico, pero es eso lo que el sistema político emergido de la transición ha estado labrando en estos dos primeros años de un régimen nonato que se resiste a ser perfilado con ultrasonido. Negarse a hablar en estos términos no aleja la crisis de nuestro horizonte; tal vez nos acerque a ella, en la medida en que lo que se imponga sea una incomunicación abiertamente abrazada por los actores políticos como forma principal de entender y hacer la política.

La comunicación política es, así, la primera asignatura pospuesta de la transición. Sin mecanismos adecuados para estimular un intercambio intelectual abierto y masivo, la democracia mexicana puede encallar en la confusión mental social y desplegarse en estampidas recurrentes, como las que nos han ofrecido como prestreno los movimientos "justicieros" que desembocaron en la toma violenta del Senado y el Palacio Legislativo de San Lázaro, no sin antes estrenar machetes por toda la ciudad a ciencia y paciencia de los encargados del orden y la justicia capitalinos. En medio de estas ominosas movilizaciones, destinadas no a conmover al Congreso sino a jaquearlo, está el rosario de linchamientos en el campo y la ciudad, forma vernácula y premoderna de hacer justicia por propia mano, fiel compañera de la manera oligarca de hacerlo que adquirió carta de naturalización el pasado 27 de diciembre en el cerro del Chiquihuite.

Sin una comunicación política destinada a educar, documentar y encauzar el conflicto social, la democracia se ve abrumada por el tumulto, físico, como ocurrió en las diferentes tomas de la capital y del Congreso, o virtual, por medio del rumor sistemático y de la desinformación aviesa. Esto ocurre a diario, pero en especial cuando sobrevienen shocks sociales o naturales, como lo pudimos experimentar de nuevo en estos días con el terremoto en Colima, donde del "no pasó a mayores" presidencial se pasó sin más trámite a unos recuentos estridentes que sólo estimularon el miedo.

Por más que se empeñen en mostrar lo contrario, los homo videns del gobierno del cambio no saben cómo manejar un sistema de medios como el requerido. De ahí su insistencia en conjurar la realidad con sus deseos y su obsecuencia ante las (grandes) empresas privadas de los medios electrónicos, que ha rayado en la ilegalidad flagrante o en la tontería militante, como ocurrió con el despojo y el aseguramiento de Canal 40.

Buena señal la resolución de la Permanente sobre el caso, pero del todo insuficiente. Lo que está sobre la mesa es una legislación novedosa y renovadora del sistema de medios de información masiva, una revisión a fondo del régimen de concesiones, una deliberación rigurosa sobre la concentración del control y de la propiedad que impera y, a todo lo largo del proceso, una definición precisa y transparente de los derechos y los deberes: de los ciudadanos, por supuesto, pero también de los comunicadores con el público y con los dueños.

La reforma del sistema de medios es tan estructural o más que la eléctrica o la laboral, e ilustra con mayor claridad el hueco central de nuestra transición: la inexistente, siempre pospuesta, groseramente manoseada, reforma del Estado. Sin ella todo será remiendo efímero y lo que privará serán la fragilidad comunicativa y la incertidumbre política, que contaminarán sin remedio a la economía y a la vida social en su conjunto.

Mientras tanto, lo que viene es la guerra que no perdona ni deja a nadie al margen, mucho menos a los que fronterizos y pobres tienen sin embargo petróleo, y mucho. El mundo no espera, y la interrupción de la vida pública que en la práctica quieren imponer el gobierno y los partidos es impracticable. Lo grave es que mientras les cae el veinte de lo fútil de su empeño, serán otros los actores del drama político nacional y lo que puede venir es su transformación en tragedia. Televisada o tomografiada, pero tragedia al fin.

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