Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 26 de enero de 2003
  Primera y Contraportada
  Editorial
  Opinión
  Correo Ilustrado
  Política
  Economía
  Cultura
  Espectáculos
  CineGuía
  Estados
  Capital
  Mundo
  Sociedad y Justicia
  Deportes
  Lunes en la Ciencia
  Suplementos
  Perfiles
  Fotografía
  Cartones
  Fotos del Día
  Librería   
  La Jornada de Oriente
  La Jornada Morelos
  Correo Electrónico
  Búsquedas 
  >

Contra

MAR DE HISTORIAS

Dos monedas

CRISTINA PACHECO

Terminé de beber el agua endulzada y sonreí a los curiosos que continuaban rodeándome atentos. Una anciana de rostro consumido me quitó el vaso de las manos. La mesera le ordenó: "Déjelo allí. No se moleste". Intenté ponerme de pie. La empleada intervino de nuevo: "Sigue muy pálido. Mejor descanse otro ratito". La obedecí y miré hacia la calle.

Del grupo arremolinado en el lugar del accidente apenas quedaban unos cuantos ociosos. Quizás estuvieran preguntándose cómo se llamaba el anciano, de dónde era, a quién informarle de su trágico final. Acaso no tuviese a nadie en el mundo y por lo mismo su destino último sería la fosa común. La idea me horrorizó.

La amabilidad de la mesera me rescató de la pesadumbre: "ƑLe sirvo más agüita?" No tenía fuerzas para hablar y cerré los ojos. Oí murmullos y los pasos de los curiosos que se dirigían a la puerta del restorán. Me incorporé a medias para agradecerles sus atenciones. Ninguno se volvió a mirarme. No quedaban restos del interés que habían sentido por mí una hora antes, cuando me desplomé a media calle y corrieron a auxiliarme.

Normalizada, mi condición ya no era parte del espectáculo callejero que les había proporcionado un buen pretexto para olvidar sus tragedias personales. Necesitaban descubrir otro hecho extraordinario al que aferrarse para no caer en el abismo de un día hueco y sin esperanzas. Imaginé que tal vez estuvieran siguiéndole la huella a la ambulancia en que se habían llevado el cadáver del anciano.

"Aquí a cada rato hay atropellados." En el comentario de la mesera había resignación. La miré, pero ella siguió limpiando la mesa con movimientos circulares: "Hemos pedido mil veces que nos pongan un puente peatonal: jamás nos han hecho caso". La frase me pareció una recriminación dirigida a mí y al resto de la humanidad por no haber advertido cuán peligroso era el cruce de las dos avenidas.

Por primera vez desde que había establecido contacto con la mesera, sentí que estaba en el frente contrario. Para colocarme en igualdad de circunstancias me dispuse a ennumerarle los cruceros que a diario atravieso con riesgo de mi vida. No puede hacerlo. La mujer se inclinó sobre mí con el gesto de una conspiradora: "ƑQuiere que le diga mi opinión? Los del gobierno saben muy bien dónde corremos peligro, pero no lo remedian porque muertos les salimos más baratos".

Satisfecha de tenerme atrapado, la mesera procedió a fundamentar su deducción: "Le pongo el ejemplo del pobre señor. Cruzó la calle, le pegó un microbús, murió instantáneamente, sin sufrir y a lo mejor sin darse cuenta. Ya no será necesario alimentarlo, conseguirle descuentos en los pasajes, regalarle medicinas, mantenerlo en un asilo. šUn pobre menos! Si sumamos todos los viejos que mueren en la misma forma se verá que, juntos, representan un gran ahorro para nuestras autoridades".

Mi repentina simpatía hacia la mesera abarcó al anciano desconocido. Lamenté no haber visto su cara ni haberme aproximado lo suficiente para mirar el papelito sucio que un policía sacó de entre sus ropas en busca de alguna identificación.

Sólo reparé en las dos monedas diminutas que habían quedado a mitad del arroyo. Quizá fueran la única posesión del viejo. ƑEn qué momento se le salieron del bolsillo: cuando el microbús embistió al hombre o cuando su cuerpo rebotó sobre el asfalto?

No me interesó encontrar respuesta. Lo importante para nosotros -hablo de mí y del sujeto que se apoderó de la miserable suma- es que las monedas quedaron a media calle. En cuanto las descubrí les puse el pie encima. Esa burda estrategia no bastó para salvarlas de la codicia: alguien aprovechó para tomarlas en medio de la confusión de gritos, rezos y gemidos.

Pudo haberse apropiado de las monedas la anciana de rostro enjuto que me acompañó al restorán: tuvo tiempo de embolsárselas mientras extendía un periódico sobre la cara del viejo. No es la única sospechosa. Hubo otras personas cerca del cadáver: el policía, el chofer del microbús, la niñita de uñas rojas, la muchacha embarazada, el hombre manco. Todos ellos pudieron hacerlo, menos yo. Juro que esta vez no fui yo.

II

Aquella mañana de hace muchos años me tocó barrer la banqueta frente al hospicio. Las ráfagas de viento me obligaban a suspender mi trabajo para frotarme las manos ateridas. Mis descansos eran muy breves. Temía retrasarme para el desayuno y quedarme sin mi ración: café, un bolillo, frijoles agrios.

Como siempre, al cuarto para las seis sonó el primer toque de campanas. A esas horas era mínimo el tránsito de coches y camiones. Soñaba con subirme a uno y largarme lo más lejos posible, donde nadie me diera órdenes ni me obligara a repetir como un idiota fechas y nombres de lugares que jamás visitaría. De pronto apareció un viejo en el otro extremo de la calle. Me di cuenta de que no era del rumbo. Caminaba despacio y aferrándose a la pared. Pensé: "Está borracho", y escupí sobre el recuerdo de mi padrastro.

Cuando escuché la tos ronca del extraño suspendí mi tarea y lo miré estremecerse y ponerse encarnado, como si una mano invisible le apretara el cuello. Cuando al fin se calmó, sacó un paliacate y se limpió la cara. Imaginé que la tendría húmeda, como mi padrastro, y me dio asco. Reinicié mi trabajo, pero sólo me sentí aliviado cuando escuché los pasos del anciano alejándose rumbo a la avenida. No la alcanzó: lo arrolló un coche que venía en sentido contrario.

Nunca había visto nada igual pero me distraje con la maniobra del conductor en plena huida. En la calle sólo quedábamos el anciano y yo. Tiré la escoba y corrí al lugar del accidente. El viejo estaba de espaldas, con los brazos abiertos y la cara al cielo. Lanzó un quejido y luego tosió. Me acerqué un poco más. Alcancé a ver el hilito de sangre escurriendo de sus labios. Asustado, retrocedí y estuve a punto de caer hacia atrás.

Entonces descubrí las dos monedas de la calle. Sólo podían pertenecerle al viejo y las levanté para entregárselas. Al sentir la frialdad metálica en mi mano experimenté una intensa vibración entre las piernas. El placer había venido a mí sin necesidad de buscarlo y ahogarlo en los pliegues de mis sábanas.

En el último estremecimiento de aquel instante mágico mi cuerpo se aflojó, abrí las manos y las monedas cayeron al suelo. Al inclinarme para recuperarlas advertí que el anciano me miraba. Iba a decir algo pero en vez de palabras emitió su último estertor. Guardé las monedas en mi bolsillo y corrí al hospicio.

En desorden le grité al conserje lo sucedido. Apareció el prefecto y le dije lo mismo. El enteró a la directora. Los tres se precipitaron a la calle mientras yo, temblando, les describía a mis compañeros el accidente. Luego, relevado de mis deberes, pasé las horas informando a los policías, a los maestros, al agente del Ministerio Público y por último a los camilleros que se llevaron al muerto en la ambulancia.

A todos les di un informe minucioso, pero a nadie le hablé de las monedas. La tentación de gastarlas y la imposibilidad de hacerlo sin despertar sospechas me torturaba durante el día; en la noche, ocultas bajo mi almohada, me provocaban la misma pesadilla: entre brumas, en un escenario dislocado, aparecía el viejo pidiéndome auxilio mientras yo, indiferente, acariciaba las monedas. Para liberarme de aquel horror oculté mi tesoro entre las páginas del libro que me regalaron cuando hice mi primera comunión: El ángel de tu guarda.

A fuerza de repetirla desgasté la historia y terminé por olvidarla. Un día antes de salir del hospicio, al ordenar mi equipaje, tropecé con el libro. Entre sus páginas no estaban las monedas. Creía haberlas perdido. Me equivoqué: ayer reaparecieron en el lugar del accidente, muy cerca del anciano que también me pidió auxilio. Y ya no supe más.

Números Anteriores (Disponibles desde el 29 de marzo de 1996)
Día Mes Año