Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 20 de febrero de 2003
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Política

Marcos Roitman Rosenmann

Preguntas inadecuadas

Es de todos conocido el dicho popular: no hay preguntas impertinentes sino respuestas mal educadas. Bajo este manto y tras el éxito de las manifestaciones contra la guerra celebradas en medio mundo el pasado 15 de febrero, surgen interrogantes que no pueden dejar de plantearse, sobre todo en un contexto donde el objetivo es la paz y no la justificación posterior de guerras justas, inevitables o necesarias.

Los estados europeos que hoy encabezan la lista de quienes se oponen a la invasión de Irak por parte de Estados Unidos, rechazando sus argumentos como excusa para destituir a su gobierno, no dudaron en apoyar sus pretensiones en 1991. Al amparo de la invasión a Kuwait perpetrada por el ejército iraquí se dio legitimidad al uso de la fuerza como una acción tendiente a restablecer el equilibrio. Las voces, en medio de la doctrina de guerras de baja intensidad y con el algarabío de la caída del muro de Berlín, emitieron en una sola longitud de onda. La guerra se justificó sin grandes desavenencias. Quienes la rechazaron fueron tildados de pro dictadores, antidemócratas o pacifistas recalcitrantes. El maniqueísmo fue una constante. Quien estaba en contra era partidario del dictador. La dualidad entre el bien y el mal se hizo evidente. La luz provenía de Estados Unidos y sus aliados y la oscuridad se identificaba con el peor de los regímenes dictatoriales del mundo árabe. La civilización occidental debía mostrar su mayor virilidad y Estados Unidos pasar a constituirse en el único protector del universo. Japón y Europa occidental se subordinaron a sus peticiones. Fue la primera derrota de Naciones Unidas como organismo internacional para la solución pacífica de los conflictos internacionales. Estados Unidos imponía su doctrina. Desde ese momento una paz de postguerra fría atisbaba un nuevo orden mundial encasillado en el globalismo unilateral defendido por la Casa Blanca, diseñado en los despachos del Pentágono y la nueva derecha estadunidense postsíndrome de Vietnam. La tercera guerra mundial había concluido. Sin grandes pérdidas ni muchas escaramuzas, la madre de todas las batallas pasó a la historia como una bravuconería dejando tras de sí un país destrozado, sometido a continua investigación y condenado a pagar los gastos tras su derrota militar. Las cifras de una guerra sumergida contra el régimen de Irak durante los años 90 y principios del siglo XXI, dejan un reguero de muerte en la población infantil y adulta donde el ahogamiento por medio del embargo produce más hambre, enfermedades y secuelas imprevisibles a medio y largo plazos que cualquier acción directa a corto plazo. Sin embargo, esta guerra pasó desapercibida a los ojos de los gobiernos de Europa occidental. No existió. Y contra ella, los gobiernos y las oposiciones no se manifestaron. ƑPor qué?

La pregunta es pertinente si se piensa que el sábado 15 de febrero confluían en las calles sensibilidades encontradas durante la guerra del Golfo. Los casos son evidentes en España, Francia, Alemania o Italia. Sin embargo: ƑEs de mal gusto pedir un ejercicio de memoria? ƑEs bastardo romper la unidad de acción contra la guerra? ƑTodos los manifestantes son defensores de la paz? ƑHay quienes estarían dispuestos a bombardear Bagdad en otras circunstancias? ƑCuál es el límite del lema No a la guerra? ƑSe trata de un cuestionar el poder omnímodo de Estados Unidos en el concierto internacional?

Muchas son las posibles respuestas. Una se impone sobre las demás. Contra la guerra cualquier aliado es bueno. Respuesta sin duda válida de corazón e intestinalmente, pero poco explicativa desde la praxis teórica. La paz no debe ser interpretada como parte de una estrategia de guerra. Hoy, transcurrida una década de la guerra, sin disparar misiles o proyectiles con uranio empobrecido, pocos dudan de la ineficacia del embargo sobre Irak si el objetivo era destruir el régimen iraquí y eliminar a su presidente. Pero, por otro lado, esta política ha resultado eficiente en otras esferas. El estrangulamiento económico ha permitido negociar en condiciones ventajosas a empresas y gobiernos europeos sus intereses en Irak. Así, con el fin de conseguir buenos contratos, apartan las consideraciones éticas que en otros momentos cobran relevancia para protestar contra la política de Bush. Los criterios pragmáticos contabilizados en euros y en oro negro son más rentables que las declaraciones en favor de los derechos humanos. El fin de lucro no acepta debates moralizadores. Ello no tendría mayores consecuencias si el siglo XXI no hubiese comenzado su singladura tan trágicamente para el gendarme mundial. La catástrofe de las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, cerró una concepción del mundo para las elites política y económica estadunidenses, abriendo la puerta a una visión donde se abandona la doctrina de las guerras de baja intensidad. Tal y como sucedió con la doctrina de la seguridad nacional en los años 60, desechada por ineficiente para responder a los cambios de los años 80 del siglo XX, en tiempos de la guerra de las galaxias, hoy no se trata de revertir procesos políticos democráticos en otros continentes, tampoco de luchar contra las guerrillas o el narcotráfico. Su estrategia vincula estos presupuestos a una cosmovisión global de nuevo cuño. El terrorismo representa una amenaza de guerra para el cual los manuales tradicionales no tienen respuesta. Los tanques de pensamiento de la nueva derecha estadunidense buscan recomponer el tablero y pasar al ataque. En esta lógica emerge la doctrina de las guerras preventivas. Una estrategia donde no hay lugar para la negociación y menos aún para el diálogo. Es una acción punitiva donde la defensa y el ataque configuran un todo indisoluble. Sustentada en la necesidad de aniquilar al terrorismo internacional, el eje del mal o como quiera que sea calificado, Estados Unidos apela a la solidaridad con su desgracia para justificar el ataque. Encubierta su actuación en un contexto donde suponía no encontraría obstáculos, su sorpresa es grande cuando surgen protestas o voces discordantes. No da crédito, su hegemonía es cuestionada, al menos en esta ocasión. Pero no se trata de criterios humanitarios, cuestión que ennoblecería a Francia y Alemania, por ejemplo. Son intereses económicos el origen del desaguisado. Para la administración Bush, las manifestaciones en contra de sus políticas de guerra pueden ser un revés en sus pretensiones de control del mundo y conllevar una disolución del patriotismo belicista apoyado en su doctrina de guerras preventivas. Sin desearlo, el no a la guerra puede abrir una brecha en la sociedad estadunidense tan importante como lo fue en su día Vietnam.

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