Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 23 de febrero de 2003
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MAR DE HISTORIAS

Muerte y transfiguración

CRISTINA PACHECO

Rebeca cumplió ayer un mes de muerta. Temprano recibí una llamada de Anselmo, su viudo. Me invitó a una reunión en su casa. Antes de que pudiese preguntarle el motivo, precisó: "Es para recordarla. Si no hubiera ocurrido la tragedia, Rebeca estaría cumpliendo 42 años. ƑTe parece bien a las seis?"

Colgué y no pude menos que recordar las muchas ocasiones en que fui la única presente en los cumpleaños de Rebeca. Ella siempre justificaba los olvidos de Anselmo: "Tiene problemas, está ocupadísimo. ƑA qué hora va a pensar en esto?"

Llegué puntual. Para mi sorpresa, encontré a toda la familia reunida. Anselmo salió a recibirme, me abrió paso entre los invitados y me condujo hasta la repisa donde estaba el retrato de Rebeca: "ƑNo se ve preciosa?" Dije que sí, aunque la calidad de la imagen distaba mucho de ser buena. Más tarde supe la razón: como no tenía otra, Anselmo la había recortado de un retrato de grupo para amplificarla y ponerla en el lugar más importante de la casa.

Permanecí un buen rato contemplando a Rebeca. Vestía un conjunto claro y su espalda casi tocaba una pared de ladrillo. Ese detalle revelaba que mi amiga había sido la última en integrarse al grupo ante la cámara. Sentí curiosidad por saber quién la había llamado a última hora: Ƒsu esposo, sus suegros, su cuñada, alguno de sus sobrinos? Tal vez ninguno hubiese reparado en su ausencia y ella, por voluntad propia, fue a colocarse en donde estaba segura de no estorbar a nadie.

Anselmo interrumpió mi reflexión: "He estado pensando en fundir todas mis llaves para que con ese metal me hagan un busto de Rebeca". Que Anselmo quisiera desprenderse de su colección me sorprendió más que sus otras manifestaciones de fervor hacia Rebeca. Apenas unos meses antes de caer enferma, ella me había contado que su esposo le perdonaba cualquier falla menos que se olvidara de pulir cada semana sus preciadas llaves.

Sin consultarme, Anselmo me tomó del brazo y me llevó a ocupar la única silla vacía. Se sentó a mi lado y permaneció abatido mientras el resto de la familia conversaba en voz baja, como si alguien estuviera durmiendo en alguna habitación de la casa. Esa muestra de respeto hacia Rebeca me desconcertó. Me extrañaba que quienes jamás se habían interesado en escucharla hoy estuvieran dispuestos a secundar su eterno silencio.

El suspiro de Anselmo atrajo mi atención. Levantó la cabeza antes de hablar: "ƑSabes lo que me dijo aquella noche, antes de morir?" Contuve la respiración, segura de que escucharía algo estremecedor. Observado por todos, Anselmo me sonrió: "Me dijo: mi vida, estás comiendo como si nunca fuéramos a cenar otra vez". La emoción quebró la voz de Anselmo: "Le pedí que nos fuéramos a la cama pero ella contestó que antes iba a lavar los platos para dejar todo en orden. ƑComprendes? Ella sabía, sabía, pero me lo calló".

Sentada a la izquierda de Anselmo, doña Paula quiso tranquilizar a su hijo: "Lo hizo para no mortificarte". La mujer echó el cuerpo hacia delante y me pidió opinión: "ƑNo crees que haya sido por eso?" Asentí, pero sólo para escapar del asedio. La pregunta siguió flotando en mi cabeza. Para resolverla procuré imaginar qué habría sucedido si Rebeca le hubiese mencionado a Anselmo sus presentimientos. Tal vez él le hubiera dicho algo muy semejante a lo que comentó la única vez que fueron los dos a visitarme.

Fue la noche en que invité a unos amigos para celebrar mi ascenso en la compañía. Al encontrarse con otras personas, Anselmo se molestó con Rebeca: "ƑPor qué no me dijiste que era una fiesta?" Para restar importancia a la aspereza de su marido, ella sonrió y le murmuró: "Te vas a divertir: yo lo sé". Anselmo soltó una carcajada que atrajo la atención de mis invitados. Satisfecho, se dirigió a mí: "Creo que esta es medio bruja porque adivina lo que va a pasar".

La sobremesa fue larga. Enrique, mi compañero de oficina, preguntó si estallaría la guerra. Anselmo, que durante toda la noche no le había dirigido la palabra a Rebeca, quiso lucirse: "No sé, pregúntale a mi mujer: ella lo presiente todo". Rebeca enrojeció. Para liberarla, hice un comentario ligero: "Si Bush ataca a Irak que no sea esta noche: me costó mucho trabajo organizar la fiestecita".

La conversación siguió girando en torno de premoniciones y adivinos. Erika lamentó no haber llevado su tabla ouija. Anselmo se mostró escéptico: "ƑDe veras creen en esas cosas?" Erika reflexionó unos segundos antes de responderle: "No es la Biblia, pero puede tomarse como un aviso". "ƑTú qué crees?", preguntó Enrique a Rebeca. Ella respondió enseguida: "Nunca he consultado la ouija ni nada de eso, pero sí creo en los presentimientos. Yo, por ejemplo, antes de que mi hermana Socorro muriera sabía...".

El tono de Rebeca era conmovedor. Anselmo, quizá para atraer la atención de los invitados, la descalificó: "šNadie puede adivinar el futuro!" Rebeca murmuró: "Te juro que lo sabía". Apoyé a mi amiga: "Hay personas muy sensibles, perceptivas, a lo mejor Rebeca es una de ellas".

Anselmo me guiñó el ojo y se dirigió a su esposa: "No lo dudo. Pero si un día el corazón te avisa que me voy a morir, mejor cierras el pico... Ahora que si te informa de cuándo vas a morirte tú, me lo comunicas rápido para que busque sustituta". Al ver que nadie celebraba su estúpida broma, Anselmo intentó rectificar: "Rebeca: no pongas esa cara. Lo dije para divertirnos un poco y para que ya no andes con presagios ni tonterías". Mi amiga huyó hacia la recámara. Impedí que Anselmo la siguiera: "Es mejor que yo hable con ella". El repuso: "Se le subieron las copas".

Encontré a Rebeca sentada en la cama, con el rostro oculto entre las manos: "Siempre me hace la misma broma. Hoy sólo faltó que dijera que buscará a una esposa que pueda darle hijos y no como yo..." Sentí un desprecio infinito por Anselmo.

Después de aquella ocasión, sólo volví a ver a Anselmo la noche en que murió Rebeca. Ebrio, a cada momento se arrojaba sobre el ataúd gritando: "ƑQué haré sin ella?" Su pregunta me recordó lo que él había dicho durante la fiesta en mi casa. Me esforcé por olvidarlo y concentrarme en los recuerdos dejados por mi mejor amiga.

II

En el reloj dieron las siete, la hora en que había muerto Rebeca. Josefina se levantó, encendió una veladora y la puso frente al retrato de su cuñada muerta: "La extrañaré como a una hermana, porque eso fue para mí". Acarició el vidrio que protegía la foto y agregó: "Nunca, nunca me consolaré de tu ausencia".

Todos estaban conmovidos por aquella manifestación de amor que a mí me pareció una falsedad inmunda. Sentí ganas de recordarle a Josefina lo que me dijo la tarde en que, a petición de Rebeca, fui a pedirle que no se opusiera a la boda: "Aunque quiera, no puedo hacerlo. Mi hermano ya está grandecito y sabe en lo que se está metiendo al casarse con una mujer como Rebeca".

Quise saber los motivos de aquel rechazo. Josefina fue más que sincera: "ƑMe lo preguntas en serio? Rebeca es muchísimo mayor que mi hermano". Afirmé que la diferencia de edades en ningún caso podría ser obstáculo para la felicidad. Josefina no se dio por vencida: "Todo hombre quiere una familia, hijos. ƑCrees que Rebeca podrá dárselos? šClaro que no! Eso a todos nos duele. Personalmente nunca, óyelo bien, nunca la veré como parte de nuestra familia".

El aire en la habitación se me volvió irrespirable y me despedí. Mi desconcierto era absoluto. La actitud de todos hacia mi amiga era muy distinta a la que habían observado mientras ella vivió. Aunque ya no pudiera escucharme, tenía que visitar a Rebeca en su tumba y darle, como último regalo de cumpleaños, las buenas nuevas: para su suegra se había convertido en una hija y para su cuñada en una hermana; todos atesoraban sus palabras, era dueña de un sitio en el mundo -el espacio protegido por un marco- y al fin había conquistado un lugar en el corazón de Anselmo.

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