Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 8 de marzo de 2003
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John Ross*

Vida y muerte en la refinería de Daura

Bagdad, 7 de marzo. Un sol de color amarillo sulfuroso arroja sus rayos sobre la refinería Daura, aquí en el oeste de Bagdad. La calidad del aire no es demasiado buena. Las chimeneas y los quemaderos de residuos tóxicos envían al aire bolas de fuego que pueden verse desde el centro de la ciudad y que irritan los ojos y llenan de polvo los pulmones. La noche anterior, tres ciudadanos estadunidenses y una brigada virtual de voluntarios procedentes de Sudáfrica, Gran Bretaña, Eslovenia, Cataluña, Francia, Italia, Alemania y Japón durmieron aquí, bajo el fragor y el silbido de las chimeneas, esperando que George W. Bush haga caer sus bombas sobre este objetivo primordial, que fue severamente dañado en el holocausto de 1991 y privó al país de una fuente vital de energía durante un año.

El domingo 2 de marzo los 100 o más escudos humanos actualmente en Bagdad enviamos un fax a la Casa Blanca para informar a Bush que estamos emplazados en la refinería de Daura y en otros cuatro sitios de infraestructura civil, todos ellos definidos como instalaciones dirigidas al ser humano por el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas, y para recordarle que al bombardear estas importantes instalaciones estará poniendo en peligro la vida de sus propios ciudadanos, así como de los de otras 34 naciones que han venido a Irak a interponer sus cuerpos entre la máquina de guerra estadunidense y el pueblo de esta infortunada nación. También buscamos dejar en claro que el bombardeo aéreo de sitios civiles constituye una violación a la Convención de Ginebra y sujetaría al comandante en jefe de Estados Unidos a la persecución internacional por crímenes de guerra. No tenemos esperanzas de que Bush tome en cuenta nuestras vidas cuando las lenguas de fuego de su demencial conflagración surquen el horizonte, pero al menos tratamos de hacer patente que el crimen cometido con nosotros no quedará impune.

La refinería de Daura es un pequeño vecindario en sí misma. Familias cristianas y musulmanas viven a ambos lados de la casa de huéspedes en la que estamos instalados, y en ocasiones nos invitan a tomar el té. Uno que otro balón de futbol extraviado salta al patio, seguido por niños risueños que entran a recobrarlo. Una cabra lanuda vive al otro lado de la calle, poblada en su mayoría por ingenieros de la refinería. A unos cientos de metros hay una estancia infantil con una escuela primaria al lado. Cada mañana acompaño a clases a los niños, recién bañados y sonrientes, y practican su inglés conmigo. Si Bush les toca un pelo con sus bombas, mi sed de venganza será eterna.

El otro día Faith, una de las voluntarias estadunidenses, visitó la escuela, y los alumnos, cuidadosamente adiestrados, entonaban el cántico acostumbrado de "šDown down America!" (šAbajo Estados Unidos!) cuando la maestra los hizo callar e insistió en que no todos los estadunidenses son como Bush. Supongo que es una especie de victoria táctica en el intento de librar el nombre de los ciudadanos estadunidenses de la carga de los pecados del presidente que no eligieron.

Escribo este artículo mientras seis comisarios pululan por la casa de huéspedes. No es exageración decir que estos hombres corpulentos, de bigotazos al estilo Hussein y chamarras de piel, tratan de controlarnos. Pero como le dijeron el otro día a mi amigo André, un entusiasta voluntario procedente de Jo'berg, "son ustedes muy difíciles de controlar".

En una reunión masiva de todos los voluntarios, realizada el sábado pasado en el salón de baile del pomadoso hotel Palestina, el jefe de los comisarios, el doctor Al-Hasimi, del Comité de Paz y Solidaridad, ordenó a todos los escudos potenciales desplegarse de inmediato en los 60 sitios elegidos por el gobierno o salir del país a la mañana siguiente. Los escudos humanos que han acampado voluntariamente en plantas de tratamiento de agua, generadoras de energía y almacenes de alimentos, además de en esta refinería, se molestaron ante semejante manipulación y una vez más exigieron autorización de poner en línea a sus aprendices de cadáveres en hospitales, escuelas y sitios arqueológicos, cosa a la que el gobierno iraquí, en un supremo traspié político, se ha negado una y otra vez. La rebelión condujo al éxodo de la noche a la mañana de 30 escudos que volaron a Ammán, Jordania, en protesta ante tal coerción. Sin embargo, casi un centenar de voluntarios permanecieron en Bagdad y aprovecharon el momento para dirigirse a lugares donde ya habían establecido presencia.

Los hombres del gobierno no iban a darse por satisfechos. Obligaron a docenas de voluntarios a subir a autobuses y los llevaron a las instalaciones, con lo cual temporalmente los privaron de la iniciativa. Los recién llegados se vieron rodeados por sujetos de aspecto peligroso que más parecían voluntarios de la Legión Extranjera francesa o prófugos de la Isla del Diablo que escudos humanos. En mi segunda noche en la refinería de Daura me tocó de compañero de litera un individuo que me tuvo despierto hasta pasada medianoche predicando sobre los atributos humanitarios de los terroristas vascos que se ocultan bajo las siglas ETA. Pero ya al anochecer del día siguiente se había establecido una comunidad en forma y los viejos y nuevos voluntarios se reunían amistosamente alrededor de la fuente de la casa.

A lo largo de esta extraña ordalía hemos buscado neutralizar a Ken Nichols O'Keefe, el ex marine veterano de la Tormenta del Desierto que emitió la convocatoria inicial a este errático esfuerzo de proteger al pueblo iraquí de las bombas de Bush. A estas alturas O'Keefe sigue en Bagdad, pero no en ningún emplazamiento, sino alardeando ante los medios de esta acción como si fuera su propiedad personal y amenazando con retirarse en cualquier momento, lo cual acabaría con la poca credibilidad que le queda.

Uno tras otro, jóvenes reporterillos para quienes la guerra inminente es poco más que una forma abyecta de progresar en su carrera vienen a describirnos los peores escenarios: nos tomarán en rehenes, como ocurrió en 1991; para Saddam valemos más muertos que vivos; seremos arrastrados por los disturbios civiles que vendrán después de la guerra y acabaremos colgados de los postes de luz, o el peor de todos: seremos rescatados por las tropas yanquis y ganaremos un viaje gratis a la bahía de Guantánamo. George W. Bush encabezará un desfile triunfal por las calles de Bagdad como Libertador de Irak. Ad nauseam.

Dado nuestro incierto estatus, atrapados como estamos entre gobiernos, somos susceptibles a ataques de pánico. Pero de pronto, milagrosamente, aparecen camaradas procedentes de la ciudad de México y nos encontramos coreando "El pueblo unido jamás será vencido" ( ) en la Plaza de los Mártires, y la luz al final del túnel no es la de un tren carguero que arremete a toda velocidad hacia nosotros en la claustrofóbica oscuridad.

Quizá me engaño, pero a veces me parece que la guerra no es inevitable. El parlamento turco ha resistido hasta ahora las martillantes presiones de Powell, Rumsfeld y Cheney para emplazar 40 mil soldados estadunidenses en el territorio de ese país a fin de invadir a Irak desde el norte, y los principales líderes kurdos han dicho no al plan con el que Bush pretendía explotar su férrea oposición al régimen de Hussein. Y lo más importante de todo: Bagdad no parece estar preparándose para el día del juicio. Todas las mañanas de lunes y jueves jóvenes parejas contraen matrimonio al atronador compás de cláxones, trompetas y tambores. Compañías inmobiliarias abren zanjas para tender nuevas tuberías de drenaje, ancianos lavan automóviles en las calles, el dueño de la dulcería de la esquina acaba de presentar un nuevo surtido de golosinas.

Grace se ha vuelto mi compañera en esta tortuosa aventura. El fin de semana pasado consideramos la idea de iniciar una cuarentena en cama al estilo John y Yoko para hacer el amor y no la guerra, pero luego llegó el edicto del doctor Al Hasini sobre los emplazamientos y ella decidió que sería de más valor combatir la guerra de Bush allá en su hogar de la campiña inglesa. En nuestra cena de despedida el conjunto del bar tocó Imagine y viejos éxitos de Elvis, y el único signo de que la guerra es el siguiente punto en esta agenda de gran guiñol fue el enorme montón de dinares casi sin valor que cubrió la mitad de la mesa a cambio de tan suntuoso adiós.

No hay duda de que nos hemos colocado en un rincón de terror con nuestra decisión de llevar a sus últimas consecuencias nuestra misión de escudos humanos. Al anochecer del domingo pasado nos fuimos a la ribera norte del Tigris, pusimos a flotar en las aguas lodosas unas barquitas de palma iluminadas con velas y cerrando los ojos deseamos una solución pacífica a este espantoso juego terminal. Luego leí un poema a un puñado de trabajadores del Teatro Nacional Iraquí, que nos habían invitado a este ritual de callada desesperanza, en el que declaré que "nunca rendiré mi palpitante corazón a ese hijo de la chingada que se llama Bush", pero que si finalmente acaba destruyéndome con sus bombas "devolveré las flores al desierto y en las venas abiertas de la gente". Inchilah.

John Ross pide a usted, lector, que trate de salvar su vida informando al presidente de Estados Unidos que está emplazado en la refinería de petróleo de Daura, en Bagdad, exigiendo que la Casa Blanca cancele planes de bombardear esta instalación y, de hecho, todas las demás en esta antigua tierra de Irak. Inchilah.

 

* Periodista estadunidense que acompaña a un grupo de escudos humanos.

En español, el original.

Traducción: Jorge Anaya.

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