Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 8 de marzo de 2003
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Mundo
Edward W. Said

¿Quién está a cargo?

Por muchas razones es profundamente perturbadora la marcha inexorable y unilateral hacia la guerra emprendida por el gobierno de George W. Bush, pero en lo que concierne a los ciudadanos estadunidenses todo el grotesco espectáculo es un tremendo fracaso de la democracia. Una república inmensamente rica y poderosa fue secuestrada por una pequeña camarilla de individuos, ninguno de los cuales fue electo y que, como tal, son impermeables a la presión pública: simplemente voltean la cara. No es exagerado decir que esta guerra es la más impopular, a escala mundial, en la historia moderna. Ya antes de estallar, son muchas más las personas que han protestado contra ella, tan sólo en este país, que en el momento climático de las manifestaciones contra la guerra de Vietnam en los años 60 y 70. Y recuérdese que aquellas marchas ocurrieron cuando la guerra llevaba varios años: ésta no estalla todavía, aunque, por su-puesto, Estados Unidos y su fiel cachorro, el gobierno del Reino Unido, encarnado por el cada vez más ridículo Tony Blair, han dado ya, abiertamente, muchos pasos beligerantes y agresivos.

Algunos ignorantes me han criticado por mi postura contra la guerra, y alegan que lo que digo es una defensa implícita de Saddam Hussein y su apabullante régimen. ¿Debo recordarle a mis críticos kuwaitíes que me opuse al Irak del partido Baaz durante mi única visita a Kuwait, en 1985, cuando en conversación pública con el en-tonces ministro de Educación, Hassan el Ibrahim, lo acusé a él y a su régimen de ayudar e instigar al fascismo árabe por el hecho de brindar apoyo financiero a Saddam Hussein? Se me dijo entonces que Kuwait estaba orgulloso de comprometer, literalmente, miles de millones de dólares para impulsar la guerra de Saddam contra "los persas", como entonces se les decía con desprecio a los iraníes, y que tal lucha era algo tan importante que alguien como yo no podría comprenderla. Recuerdo que con mucha claridad le advertí a los acólitos kuwaitíes de Saddam Hussein que se cuidaran de él y de su animadversión contra Kuwait, pero no hicieron caso.

Soy un oponente público al régimen iraquí desde que asumió el poder en los años 70: nunca he visitado el país, nunca me engañaron sus arengas en pro de un secularismo y una modernización (aun cuando muchos de mis contemporáneos trabajaron para Irak o lo celebraron como el arma principal del arsenal árabe contra el sionismo; una idea estúpida, pensé). Nunca he escondido mi desprecio por sus métodos de dominio ni por su horrenda actitud fascista. Y resulta que cuando digo lo que pienso de las ridículas poses de ciertos miembros de la oposición iraquí, señalando su papel de instrumentos desafortunados de las presunciones del imperialismo estadunidense, se me dice que no sé nada de la vida sin democracia (abordaré el asunto más adelante), y que por tanto soy incapaz de apreciar ¡la nobleza de su alma! Nadie parece tomar nota de que, apenas una semana después de alabar el compromiso del presidente Bush con la democracia, ahora el profesor Makiya de-nuncia los planes estadunidenses de instaurar un gobierno en Irak una vez derrocado Saddam, los militares y el partido Baaz. Cuando a los individuos les da por cambiar de dioses a los que adoran políticamente, no hay fin en el número de permutas en las que incurren hasta caer en la desgracia más ab-soluta y en un muy merecido olvido.

Pero retornemos a Estados Unidos y sus actuales acciones. Pese a todos mis viajes y encuentros, aún no me he topado con una persona que esté en favor de la guerra. Peor todavía, la mayoría estadunidense siente ahora que la movilización llegó ya tan lejos que va a ser imposible frenarla, y que estamos al borde de un desastre para el país. Consideremos primero que, tal como está conformado, el Partido Demócrata -con unas cuantas excepciones- simplemente se pasó del lado del presidente, en un despliegue de falso patriotismo carente de agallas. En el Congreso, adonde uno voltee, no hay sino signos y rumores provenientes de la camarilla sionista, de los cristianos de extrema derecha o del complejo militar-industrial, tres grupos minoritarios de exorbitante influencia que comparten su hostilidad contra el mundo árabe, un respaldo sin freno al sionismo extremista y la insensata convicción de que los ángeles están de su lado.

Todos y cada uno de los 500 distritos electorales de este país cuentan con alguna in-dustria de defensa, por lo que la guerra se torna un asunto de empleos, no de seguridad. Pero uno podría preguntar: ¿cómo puede una guerra tan impensablemente costosa podría remediar, por ejemplo, la recesión económica, la bancarrota del sistema de seguridad social, una deuda nacional creciente y el fracaso masivo del sistema de educación pública estadunidense? No pue-de, por supuesto. Y no obstante, el partido en pro de la guerra sigue su designio, sin que nada lo impida. Las manifestaciones son consideradas, simplemente, como ac-ciones de una especie de turba degradada y, en cambio, las mentiras más hipócritas se elevan a verdad absoluta, sin crítica y sin objeciones.

Los medios de comunicación se volvieron uno de los ramales del esfuerzo de guerra. Cualquier semejanza remota con una voz de disenso consistente ha desaparecido por completo de la televisión.

Todos los canales importantes emplean ahora como "consultores" a generales retirados, agentes de la CIA, expertos en terrorismo y conocidos neoconservadores. To-dos ellos escupen una jerigonza enredosa, diseñada para trasminar un dejo de autoridad, pero en los hechos respaldan todo lo que haga Estados Unidos: de su papel ante la ONU a las arenas de Arabia. Unicamente uno de los diarios importantes, de Baltimore, ha publicado algo en torno al espionaje, la intervención telefónica y la práctica de interceptar mensajes que Estados Unidos ejerce contra los seis países miembros del Consejo de Seguridad, cuyo voto en favor o en contra de la resolución de guerra está aún en el aire. No se oyen ni se leen voces antibélicas en medio importante alguno en Estados Unidos, no hay árabes ni musulmanes (todos fueron condenados en masa a las filas de los fanáticos y terroristas de este mundo); no hay críticos de Israel ni en Pu-blic Broadcasting, ni en The New York Ti-mes, New Yorker, US News and World Re-port, CNN o el resto. Cuando estos medios mencionan, como pretexto para ir a la guerra, que Irak ha ignorado 17 resoluciones de Naciones Unidas, no se mencionan las 64 resoluciones que ha ignorado Israel (con el respaldo de Estados Unidos). Tampoco se menciona el sufrimiento humano que el pueblo iraquí soporta desde hace 12 años. Cualquier cosa que el espantoso Saddam haya hecho, Israel y Sharon lo ejecutan con el respaldo estadunidense, y sin embargo nadie dice nada de estos últimos mientras fulminan al líder iraquí. Esto hace que las admoniciones de Bush y otros, exigiendo el cumplimiento de las resoluciones de Naciones Unidas, sean una burla total.

Así, se le miente deliberadamente al pueblo estadunidense; se deforman y se mal re-presentan, cínicamente, sus intereses; los propósitos e intenciones reales de la guerra privada de Bush hijo y su junta se esconden con total arrogancia. No parece importarles que Wolfowitz, Feith y Perle, todos funcionarios que no fueron elegidos, y que trabajan en el Pentágono para Donald Rumsfeld, quien tampoco fue elegido, por ejemplo, hayan simpatizado abiertamente con la anexión israelí de las franjas de Cisjordania y Gaza y con la cancelación del proceso de Oslo, hayan llamado a la guerra contra Irak (y luego Irán) y a la creación de más asentamientos ilegales israelíes, en su calidad de asesores de Netanyahu (durante su campaña para primer ministro en 1966). Y lo grave es que todo lo anterior se volvió, ahora, una política estadunidense.

Tampoco les importa que las inicuas políticas de Israel contra los palestinos -de las cuales se informa, si acaso, al final de los artículos-, y que las tantísimas muertes de civiles nunca se comparen con los crímenes de Saddam, pese a que los igualan y en mu-chos casos los exceden. Y todos estos crímenes, por si fuera poco, son pagados por los contribuyentes estadunidenses, sin consultarlos y sin pedir su aprobación. En los pasados dos años fueron heridos de gravedad 40 mil palestinos; unos 2 mil 500 fueron asesinados sin piedad por soldados israelíes, entrenados para humillar y castigar a un pueblo entero, en lo que ha terminado por ser la más prolongada ocupación militar de la historia moderna.

No les pesa tampoco que en los principales medios de comunicación estadunidenses no se escuche ni una sola voz árabe o mu-sulmana, sea liberal, moderada o reaccionaria, mientras los preparativos para la guerra arriban a su fase final.

Hay que considerar también que ninguno de los principales planificadores de esta guerra tiene ni la más remota idea de lo que significará un conflicto de esta magnitud contra Irak, ni de las consecuencias que acarreará para la gente que ahí vive. No tienen idea, ciertamente, los así llamados expertos como Bernard Lewis y Fouad Ajami -ninguno de los cuales ha vivido o siquiera se ha acercado al mundo árabe por décadas-, ni los militares ni los políticos, como Powell, Cheney o Rice, o el gran Bush mismo, que no conocen prácticamente nada de los mundos árabe o musulmán directamente; todo les llega filtrado por los lentes de Israel, los militares o alguna compañía petrolera.

Y consideremos también que la arrogancia ramplona de gente como Wolfowitz y sus asistentes, a quienes se pidió que testificaran ante un Congreso soñoliento que les permitió salirse con la suya y no dar ni la más lejana respuesta concreta a la exigencia de que especificaran los costos y las consecuencias de la guerra, logrando con esto invalidar, o de plano descartar burlonamente, la evidencia de que según las altas autoridades militares habrá una fuerza de ocupación de 400 mil combatientes durante 10 años, lo que costará casi un billón de dólares. Evadir la respuesta lo único que logra es desorientar a un público que, para empezar, nunca pidió la presencia de estas personas.

Estamos ante una democracia traducida y traicionada, celebrada pero de hecho humillada y trampeada por un grupito de hombres que sin más se hizo cargo de esta república como si no fuera más que, ¿qué, un país árabe? Es correcto preguntarnos quién está a cargo, porque queda claro que el pueblo de Estados Unidos no es representado apropiadamente por la guerra que este go-bierno está a punto de desatar sobre un mundo ya muy atribulado por demasiada miseria y pobreza, y que no aguanta más.

Los medios de comunicación tampoco han prestado un buen servicio a los estadunidenses, pues están controlados por otro grupito de hombres que suprimen todo lo que pueda preocupar o afectar al gobierno. Y en cuanto a los demagogos y los intelectuales serviles que hablan de la guerra desde la privacía de su mundo fantasioso, ¿quién les dio derecho para hacerse cómplices del sufrimiento de millones de personas cuyo crimen mayor es ser musulmanes y árabes? ¿Qué ciudadano de Estados Unidos -excepto este grupo nada representativo- está seriamente interesado en aumentar el ya de por sí amplio antiamericanismo mundial? Supondría que casi ninguno.

Jonathan Swift, deberíais estar viviendo en esta hora.

© Edward W. Said


Traducción: Ramón Vera Herrera

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