Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 16 de marzo de 2003
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MAR DE HISTORIAS

En el jardín de cactos

CRISTINA PACHECO

Antes de salir de la institución miré otra vez hacia el jardín de cactos. Tenía la esperanza de que Edmundo hubiera regresado a la banquita donde se pasa horas meditando. Quien diseñó, hace más de un siglo, ese lugar tan extraño nunca imaginó que estaba construyendo un refugio para mi primo.

Salvo muy breves periodos, en los veinte años pasados Edmundo ha vivido en la institución adonde él mismo, en un momento de lucidez, pidió que lo lleváramos. Consciente de que era lo mejor para su hijo, mi tía Adela accedió al traslado. Siempre tuvo la esperanza de que Edmundo venciera sus temores y que, de la misma forma en que había solicitado su propia internación, decidiera volver a su casa para reanudar su vida normal.

Mi tía Adela no vio colmado su anhelo. Murió recién cumplidos los sesenta años, pero espació sus visitas a Edmundo cuando advirtió que su enfermedad le acentuaba las marcas del envejecimiento: temía que mi primo la identificara con la vieja.

Desde la última vez que reingresó a la institución, hace nueve años, Edmundo ha ocupado el cuarto 321. Es pequeño, cómodo, de paredes blancas y con dos ventanales: uno mira hacia una pared salitrosa y el otro al jardincito interior. Lleno de cactos, es de una belleza árida y desolada. Los demás huéspedes -todos varones- no lo frecuentan: prefieren los prados regulares y floridos que rodean el edificio Alfa.

Allí las habitaciones son mucho más amplias y los residente disponen de una salita privada. Hoy, al enterarme de que uno de esos departamentos estaba por desocuparse, le sugerí a Edmundo que aprovechara la oportunidad para mudarse. Enloqueció: "ƑCómo se te ocurre...? šTiene ventanas que dan a la calle! Por allí podría asomarse una de esas viejas. Me persiguen, me piden dinero y me sonríen; pero su falsa cordialidad ya no me engañará. Sé muy bien lo que quieren: švenganza!"

Me afectó mucho darme cuenta de que Edmundo no ha mejorado. Es probable que pase el resto de su vida en la institución. Confío en morir después que él. De lo contrario no habrá quien lo visite cada viernes, como lo he hecho durante veinte años. En todo este tiempo Edmundo jamás me ha recibido en su habitación. Cuando se enferma y guarda cama, le habla por teléfono a la recepcionista para que me despida.

Mi primo y yo siempre nos reunimos en el jardín de cactos. Allí nuestras conversaciones son, por lo general, muy gratas; sin embargo, debo tener mucho cuidado de no mencionar algo que le recuerda la tragedia de su vida: haberle regalado un billete de cien pesos a una anciana vagabunda.

II

Eso ocurrió cuando Edmundo tenía 29 años. Recién titulado, a punto de abrir un despacho y de casarse con Teresita Peña, tenía suficientes motivos para ver con optimismo su futuro.

En cuanto se enteró del noviazgo, mi tía Sara insistió en que apresuraran la boda: "Me urge que me den un nieto. Ojalá tenga las facciones de mi difunto". Teresita enrojecía y Edmundo aumentaba la felicidad de su madre prometiéndole que el primogénito heredaría también el nombre de su padre muerto: Anselmo.

Conforme se acercaba la fecha de la boda, las comidas dominicales se prolongaron. Había muchos asuntos qué atender: la lista de invitados, el salón para la fiesta, la fotografía y, sobre todo, el domicilio de la pareja. Desde un principio mi tía Adela eliminó la posibilidad de que viviera con ella: "Los casados, casa quieren". Feliz de ver solucionada la situación. Edmundo prometió buscar una casa próxima a la de su madre.

La noche en que organizaron una despedida de soltera para Teresita, Edmundo me pidió que lo acompañara a dejarla en casa de sus amigas y que luego nos fuéramos a cenar. Camino al restaurante frenó el auto y me señaló una casa asfixiada por dos enormes edificios:

"Se renta. Vamos a verla". Como no era demasiado tarde el velador accedió a mostrarnos las habitaciones de techos altos y pisos de parquet.

Edmundo preguntó de qué año era la construcción. El velador se revolvió el cabello: "Uh, quién sabe. Pero se me hace que, bajita la mano, tiene por lo menos un siglo". Después de anotar el teléfono de la arrendadora, Edmundo prometió volver al día siguiente con Teresita.

La impaciencia alteró los planes de Edmundo: esa misma noche, ya muy tarde, regresó a la casa en renta. Estacionó el coche en una callecita próxima al que imaginó su nuevo domicilio y caminó un buen rato para conocer el barrio. Entonces:

III

Descubrí a una anciana sentada en la banqueta. Tenía la espalda tan encorvada que la barbilla le tocaba el pecho. En cuanto me oyó acercarme, se levantó con muchas dificultades y me tendió su mano: "Padrecito, una moneda para esta pobre vieja que no tiene casa, ni comida, ni perro que le ladre". Su miseria me conmovió. Metí la mano en mis bolsillos y no encontré ninguna moneda. Entonces saqué la cartera, tomé un billete de cien pesos y se lo di a la vieja. Ella se quedó mirándolo sin atreverse a guardarlo en el seno recubierto de escapularios y reliquias. "Esconda el dinero -le dije-, no vaya a ser que alguien quiera robárselos". La vieja se echó a reír y un fuerte olor a orina nos envolvió: "Perdóneme, perdóneme", decía mientras se alejaba. Me sentí dichoso al pensar que la anciana también era feliz.

Edmundo me contó su aventura la tarde siguiente, cuando lo acompañé a firmar el contrato de la casa. Fuimos solos, porque él deseaba sorprender a Teresita cuando se encontraran por la noche; pero otra vez no pudo refrenar su impaciencia y decidió darle la buena nueva desde un teléfono público. La caseta estaba junto a un puesto de periódicos tapizado con ejemplares de La Prensa: "Anciana brutalmente asesinada".

"šEs ella!", gritó Edmundo en cuanto vio el periódico. Lo tranquilicé: "No seas absurdo. Todas las ancianas vagabundas se parecen". Entonces puso la mano en un detalle de la fotografía que ilustraba la noticia: "Pero no todas llevan colgando tantos escapularios y reliquias". Horrorizado ante la imagen del crimen, seguí leyendo: "Por la forma en que fueron desgarradas sus ropas se deduce que el móvil del crimen fue el hurto".

El resto de la tarde fue horrible. Edmundo manejaba enloquecido, sin rumbo, mientras me repetía el incidente de la noche anterior. Al fin se estacionó: "Yo tuve la culpa de que la mataran por haberle dado el dinero. Lo presentí, se lo dije..." Le hice ver que ni él ni nadie habría podido adivinar las terribles consecuencias de un acto generoso.

Cuando creía que lo había convencido le pedí que se esforzara por olvidar: "Estás a punto de casarte, no te obsesiones. Piensa que crímenes como el de la vieja suceden cada minuto en la ciudad".

No volví a ver a mi primo hasta la noche de la boda. Llegué a su casa en el momento en que mi tía le anudaba la corbata: "Lleva por lo menos dos semanas con una temblorina de manos que no se aguanta. Es natural, así se ponen siempre los novios". Edmundo me miró de una manera muy extraña. Preferí no darle importancia y le mostré el reloj: "Vamos a llegar tarde".

No me equivoqué. Con Teresita y su padre a la cabeza, la comitiva se encaminó enseguida hacia las puertas de la iglesia. El atrio, lleno de fresnos y muy iluminado, atrajo a infinidad de curiosos. Entre ellos a una anciana vestida envuelta en harapos. La vi acercarse con la mano tendida: "Una moneda para esta pobre vieja que no tiene casa, ni comida, ni perro que le ladre". Edmundo retrocedió conforme la anciana avanzaba repitiendo su cantinela. Mi primo se llevó las manos a los oídos, pidió perdón a gritos y cayó al suelo. Ignoro quién llamó a la ambulancia.

Después de cuatro días en el hospital, Edmundo volvió a su casa. Su estancia fue muy corta: el miedo a la calle y el horror a las pesadillas lo llevaron a pedir el ingreso a la institución.

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