Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 30 de marzo de 2003
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Política

Rolando Cordera Campos

Acuerdos y democracia: la asignatura obligada

Encontrar terreno común para darle a los recursos escasos con que contamos un uso óptimo, no es necesariamente una convocatoria antidemocrática sino la expresión de un realismo histórico que de vez en vez aparece en las naciones. Casi siempre este tipo de llamados ocurre en tiempos de crisis que Gramsci llamara catastróficas, y cuando tienen éxito político dan lugar a coaliciones extensas que propician unidades nacionales diversas y empujan reformas sustantivas en la organización social y económica de los países, así como mutaciones significativas en el papel del Estado. De estos deslizamientos en los acomodos tradicionales de las sociedades, como suele llamarlos David Ibarra, surgen nuevas visiones sobre el desarrollo económico y sobre la misma democracia.

En el pasado tuvieron lugar movilizaciones de esta suerte en Estados Unidos y en Suecia, que desembocaron en el New Deal y en el largo reinado de la socialdemocracia sueca. Al fin de la Segunda Guerra Mundial y al calor de las reconstrucciones de Europa y Japón, este reformismo estructural se extendió a los países derrotados y registró un formidable avance en la creación de los estados de bienestar en Gran Bretaña, Alemania y Francia. La dialéctica terrible de la devastación bélica dio a luz una esperanza, una "utopía realista" y realizable que buscaba combinar virtuosamente la democracia con la justicia social sin incurrir en los desvaríos demoledores del cambio total que ya eran evidentes en la Rusia de Stalin. Fueron estas experiencias las más exitosas y productivas de la guerra fría y sus enseñanzas se extendieron por todo el globo. Fue el siglo social democrático que en su país fuente, los Estados Unidos de Roosevelt, quedó en propósito inconcluso y fragmentado, pero siempre vivo en la imaginación y la memoria de millones de estadunidenses que habían sufrido la Gran Depresión y sobrevivido a la guerra.

Con Thatcher y Reagan, la tradición anglosajona derechista del poder y del mando mandó a parar y los esquemas de protección social y administración económica fueron sometidos a traumáticas mutaciones. Las revisiones subsecuentes del Estado han traído consigo en ambas naciones circunstancias de división social y volatilidad política que en ninguna de las dos han encontrado nuevas plataformas de efectiva estabilidad. La volatilidad reinante, después de las ilusiones y fantasías del boom clintoniano, ha envuelto al mundo entero y ahora, antes de que podamos hablar de la posguerra, nos acercamos a vivir peligrosamente en las fronteras de una recesión mundial de proporciones imprevisibles. Los costos de la guerra, prolongada o no, no harán sino profundizar estas tendencias y fuerzas recesivas, mientras que la división política y el dogmatismo religioso y plutocrático que reinan en la patria de Lincoln impulsarán inclinaciones políticas regresivas que vienen de atrás, asomaron la nariz en la elección presidencial pasada, pero fueron puestas a un lado o soterradas, después del 11 de septiembre de 2001. La prepotencia de los hombres de la guerra anticipada y planeada hace más de seis años ya no puede ocultar que frente a ella otras corrientes profundas de la sociedad estadunidense han empezado a moverse, para configurar un escenario de confrontación complejo y multidimensional, que añade incertidumbre a la inestabilidad ambiente.

Preguntarnos por la posibilidad de plataformas de unidad y reformas no es ocioso en este panorama. Nuestra debilidad estructural y material, junto con la inmadurez del nuevo sistema político, deberían servir como argumentos prima facie a favor de lo anterior. Sin acuerdos de sustancia en materias difíciles, en la economía, las finanzas, la energía y la protección social, el país puede caminar por el filo de una sierra desconocida y sinuosa y ponerse ante la perspectiva más que probable de desbarrancarse. Y para por lo menos sentarse y reflexionar sobre todo esto es indispensable obligar a los actores de la democracia, partidos políticos, medios, academia, a admitir que vivimos una situación delicada y grave, que no es la simple expresión de la contingencia bélica pero que de profundizarse puede convertir a dicha contingencia en un entorno corrosivo de la democracia alcanzada y revelar la precariedad eminente de la paz interior, que se ha podido conservar a pesar de todo.

La democracia y las libertades de que hoy disfrutamos no deberían servir de pretexto para rechazar o satanizar las invitaciones al acuerdo de fondo entre los mexicanos. Mucho menos si se reconoce que las bases de esa democracia y de esas libertades distan mucho de ser sólidas y autorreproducibles automáticamente gracias al voto y la normalidad electoral. Para complejidades y desafíos como los que enfrentamos y enfrentaremos, la democracia no puede ser vista como un placebo sino como un bien preciado y precioso que hay que defender y fortalecer mediante la política de la responsabilidad y el riesgo. Y para no perderse en la hojarasca hay que inventar y fraguar proyectos que permitan ver a lo lejos, aunque luego haya que revisarlos por medio de la democracia misma. Como lo hicieron Roosevelt y los suecos, y entre nosotros el presidente Cárdenas. Estas deberían ser nuestras referencias de arranque, en lugar de tanta ocurrencia en busca de aplausos

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