VICTORIA CON SABOR A CATASTROFE El gobierno estadunidense se ha resistido a proclamar el fin de su guerra contra Irak, acaso porque aún considera insuficientes el número de civiles muertos y la destrucción material causada en ese país, pero ha anunciado, en cambio, el fin del régimen de Saddam Hussein. Ciertamente, en Bagdad, Basora y otras ciudades, los funcionarios gubernamentales de todos los niveles -desde los ministros hasta los agentes de policía- han sido exterminados por las tropas invasoras o se han esfumado. La absoluta ausencia de autoridades, sumada a la destrucción de la infraestructura, ha generado una circunstancia de catástrofe y anarquía que multiplica, ahonda y alarga los sufrimientos de la población civil. En lo que constituye un nuevo crimen de guerra, las tropas ocupantes contemplan impasibles, y diríase que hasta con placer, los saqueos de edificios gubernamentales, de sedes diplomáticas -la de Alemania, la de Eslovaquia, la misión cultural francesa- y de oficinas de organismos internacionales como la ONU y el Unicef. Da la impresión de que la permisividad de los soldados estadunidenses ante los ataques de las turbas -tanto contra las antiguas instalaciones del gobierno iraquí como los perpetrados en oficinas de gobiernos extranjeros y organismos internacionales- constituyen una suerte de venganza última, así sea inconfesable y vergonzante, contra el extinto régimen y contra los estados que se negaron a respaldar la agresión angloestadunidense que se inició formalmente hace 23 días y que prosigue, ya sin ninguna necesidad de argumentos -complicidades entre Saddam y Al Qaeda, armas de destrucción masiva, persistencia de la dictadura- en la forma de bombardeos contra diversas zonas de Irak, de nuevos asesinatos de civiles en la propia Bagdad y de negativas de los ocupantes a restablecer servicios elementales como electricidad y agua potable. Con esos hechos en mente, resultan por demás justificadas las acusaciones formuladas ayer por el coordinador de la ONU para la ayuda humanitaria en Irak, Ramiro Lopes Da Silva, y por el representante de esa dependencia en el propio Irak, David Wimhurst, en el sentido de que los gobiernos estadunidense e inglés, al no proteger los hospitales para que los heridos y enfermos reciban atención sanitaria, y al no asegurar el orden en las zonas bajo su control, están violando la Convención de Ginebra. La anarquía en Bagdad tiene un correlato casi irónico en la anarquía que impera en el grupo gobernante de Washington: mientras los departamentos de Estado y Defensa presentan planes contrapuestos para administrar el Irak de la posguerra y los grandes consorcios cercanos a George W. Bush y Dick Cheney se disputan los contratos para administrar, reconstruir y controlar al país arrasado, los mandatarios de Estados Unidos e Inglaterra ofrecen a los iraquíes paz, prosperidad y democracia en emisiones televisivas transmitidas desde un avión militar Hércules C130, que sobrevuela Bagdad. Al parecer, nadie informó a los estadistas que los habitantes de la capital iraquí no pudieron recibir sus mensajes, ya sea porque están demasiado ocupados enterrando a sus muertos, curando a sus heridos o procurándose agua, comida y medicinas o, simplemente, porque carecen de energía eléctrica para operar sus televisores.
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