Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 12 de abril de 2003
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Mundo
GUERRA CONTRA IRAK

Una potencia que ocupa otro país está obligada a dar protección a los civiles

Los invasores, responsables de saqueos y asesinatos perpetrados por iraquíes

Vergonzosa actitud británica; la gente libera su propiedad de manos de Baaz, dijo ministro

ROBERT FISK ENVIADO ESPECIAL THE INDEPENDENT

Bagdad, 11 de abril. Hablemos de crímenes de guerra. Sí, sé de los crímenes de guerra de Saddam Hussein. Asesinó inocentes, gaseó a los kurdos, torturó a su pueblo y -si bien es cierto que seguimos siendo buenos amigos de este carnicero durante la mitad de su horrible carrera- se le puede considerar responsable de la muerte de casi un millón de personas, que fue la cuota final de muerte de la guerra de 1980-1988 con Irán.

Pero mientras nos felicitamos por la "liberación" de Bagdad -acontecimiento que se está volviendo con rapidez una pesadilla para muchos de sus residentes-, es buen momento de repasar la forma en que hemos conducido esta guerra ideológica.

Empecemos, pues, por el final: con esta epopeya tipo Lo que el viento se llevó de pillaje y anarquía con la cual la población iraquí ha decidido celebrar el regalo que les dimos de "liberación y democracia".

Comenzó en Basora, por supuesto, con nuestra vergonzosa respuesta británica a la orgía de saqueo que se apoderó de la ciudad. Nuestro ministro de la Defensa, Geoff Hoon, hizo algunos comentarios especialmente infantiles sobre este desdichado estado de cosas, sugiriendo en la Cámara de los Comunes que la gente de esa ciudad meramente "liberaba" -otra vez esa palabra- su propiedad de manos del partido Baaz. Y el ejército británico se limitó a respaldar con entusiasmo semejante estupidez.

Mientras en todo el mundo se exhibían las imágenes del pillaje en Basora, el teniente coronel Hugh Blackman, de la Guardia Real de Dragones Escoceses, declaraba alegremente a la BBC: "No es en absoluto de mi incumbencia interponerme en el camino".

Pero por supuesto que sí es "de la incumbencia" del coronel Blackman "interponerse en el camino". El pillaje es objeto de una disposición específica de la Convención de Ginebra, como lo fue de la Convención de La Haya, celebrada en 1907, sobre la cual basaron los delegados en Ginebra sus "reglas de guerra".

"El pillaje está prohibido", expresa el texto de la Convención de Ginebra de 1949, y tanto el coronel Blackman como Hoon deberían echar una ojeada al libro Crímenes de guerra -publicado en coedición con el Departamento de Periodismo de la Universidad de la City; la página 276 es la más dramática- para entender lo que eso significa.

Cuando una potencia ocupante se apodera del territorio de otro país, automáticamente se vuelve responsable de la protección de los civiles y de sus propiedades e instituciones. Por tanto las tropas estadunidenses en Nasiriya son automáticamente responsables por el chofer que fue asesinado en su auto el primer día de la "liberación" de esa ciudad, y las que están en Bagdad son responsables por las embajadas alemana y eslovaca -saqueadas por cientos de iraquíes el jueves- y por el Centro Cultural Francés, que fue atacado, y por el Banco Central de Irak, quemado la tarde de este viernes con antorchas y que, por muy contaminado que esté por el régimen anterior -las naciones árabes tienden a colocar a sus criaturas más odiosas en el papel de gobernador del banco central-, es el centro del poder financiero en el país, tanto de su nueva versión como de la vieja.

Aplausos de periodistas

Sin embargo, tanto británicos como estadunidenses simplemente han descartado esta noción, aunque esté basada en convenciones y en el derecho internacional. Y los periodistas les hemos permitido hacerlo. Aplaudimos como niños cuando los estadunidenses ayudaron a los iraquíes a echar por tierra la estatua de Hussein frente a las cámaras de televisión esta semana, y seguimos hablando de la "liberación" de Bagdad como si la mayoría de los civiles estuvieran poniendo guirnaldas de flores a los soldados en vez de haciendo fila con ansiedad en puestos de revisión y observando el saqueo de su capital.

Los periodistas hemos colaborado, también, en un derrumbe aún mayor de la moralidad en esta guerra. Pensemos por ejemplo en el bombardeo despiadado de la zona residencial de Mansour, en Bagdad, la semana pasada. Los ejércitos angloestadunidenses -o la coalición, como la BBC insiste terca y mendazmente en llamar a los invasores- se mantuvieron en la convicción de que Saddam y sus dos hijos malignos, Qusay y Oday, estaban allí. Así pues, bombardearon a los civiles de Mansour y mataron por lo menos a 14 personas decentes e inocentes, casi todas cristianas, lo cual obviamente debería ser de interés para los sentimientos religiosos de George W. Bush y Tony Blair.

Ahora bien, uno hubiera esperado que el servicio mundial de radio de la BBC preguntara a la mañana siguiente si bombardear a civiles no constituye un acto un tanto inmoral, quizás un crimen de guerra, por muchas ganas que tuviéramos de matar a Saddam.

Olvídenlo. El presentador en Londres describió la matanza de inocentes como "un nuevo giro" en la guerra para acabar con Saddam, como si fuera correcto y válido matar civiles a sabiendas y a sangre fría con tal de asesinar a un odiado tirano.

El corresponsal de la BBC en Qatar -donde los chicos del Centcom alardearon pomposamente de que tenían inteligencia "en tiempo real" (la cual se demostró falsa más tarde) de que Saddam estaba allí- utilizó toda la acostumbrada jerga militar para justificar lo injustificable. La "coalición", anunció, sabía que tenía "material sensible", es decir, que no tendría tiempo de saber si iba a matar seres humanos inocentes en la persecución de su causa, y que este "material accionable" -cito de nuevo ese nauseabundo reporte de la BBC- no estaba "exento de riesgos". Y luego siguió describiendo, sin un momento de reflexión sobre los asuntos morales en juego, cómo los estadunidenses habían utilizado sus bombas "destructoras de búnkeres" de una tonelada para arrasar los hogares civiles.

Se trata, por supuesto, de los mismos artefactos de destrucción que la fuerza aérea estadunidense empleó en su vano esfuerzo de matar a Osama Bin Laden en las montañas de Tora Bora. Así que ahora las usamos, con pleno conocimiento de causa, en los frágiles hogares de los civiles de Bagdad -personas que serían dignas de la "liberación" que queremos otorgarles-, con la esperanza de que una apuesta, un poco de fallida "inteligencia" sobre Saddam, rindiera resultados.

La Convención de Ginebra tiene mucho que decir respecto de todo esto. Se refieren específicamente a los civiles como personas que deben contar con la protección de una potencia beligerante aunque estén en presencia de antagonistas armados. La misma protección fue demandada para los civiles del sur de Líbano cuando Israel lanzó su brutal operación Viñas de Ira en 1996. Cuando un piloto israelí, por ejemplo, disparó un misil Hellfire de fabricación estadunidense a una ambulancia y mató a tres niños y dos mujeres, los israelíes sostuvieron que un combatiente del Hezbollah iba en ese vehículo. La afirmación resultó totalmente falsa, pero independientemente de ello Israel fue condenado con justa razón por asesinar a civiles con la esperanza de dar muerte a un combatiente enemigo.

Ahora estamos haciendo exactamente lo mismo. Y Ariel Sharon debe de estar encantado. Después de que las bombas destructoras de búnkeres se lanzaron sobre Mansour, se acabaron las críticas gazmoñas de los occidentales a Israel.

Cometemos cada vez más de estos crímenes. El asesinato estadunidense en masa de más de 400 civiles en el refugio antiaéreo de Amariyah, en su guerra del Golfo de 1991, fue perpetrado con la esperanza de matar a Saddam. En el bombardeo de Serbia, en 1999, atacamos repetidamente zonas civiles -después de darnos cuenta de que el ejército yugoslavo había abandonado sus cuarteles- y, en uno de los incidentes más perversos, ocurrido hacia el final de esa guerra, un jet estadunidense bombardeó un estrecho puente de un camino sobre un río. La OTAN aseguró que el puente podía sostener tanques, aunque no había ninguno a la vista. De hecho, era demasiado estrecho para un tanque. Pero otro piloto regresó a bombardearlo en el momento mismo en que los rescatistas trataban de salvar a los heridos. Entre las víctimas de esta segunda bomba había niñas de escuela. Una vez más, en nuestra euforia de ganar esa guerra, olvidamos el incidente.

¿Por qué? ¿Por qué no podemos guiarnos por las reglas de guerra que con toda razón exigimos a otros obedecer? ¿Por qué los periodistas -una vez más, guerra tras guerra- nos hacemos cómplices de esta inmoralidad convirtiendo un acto cruel, despiadado e ilegal en un "nuevo giro" o en "material sensible"?

Las guerras tienen por lo regular el efecto de transformar a personas normalmente ecuánimes en porristas, de convertir a periodistas racionales en desagradables y ensoberbecidos coronelitos de fantasía. Pero sin duda todos deberíamos llevarnos a la guerra nuestra Convención de Ginebra, junto con ese librito de la Universidad de la City. Porque la única gente que se beneficiará de nuestros propios crímenes de guerra será la próxima generación de Saddam Husseins.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

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