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México D.F. Viernes 2 de mayo de 2003

Leonardo García Tsao

Independientes en Buenos Aires

Buenos Aires. El pasado fin de semana concluyó la quinta edición del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici, para los cuates). Surgido en parte como una reacción al anquilosado modelo del de Mar del Plata, resucitado bajo la corrupta administración Menem, el Bafici es financiado por la Secretaría de Cultura de la capital y, lo que es más interesante, organizado por el grupo de críticos abanderado por la influyente revista El amante cine. El director de ambos, festival y revista, es Eduardo Antín, conocido profesionalmente como Quintín a secas, y ha sido básicamente suya la iniciativa de ofrecer una exhibición diferente a lo ofrecido por los canales habituales.

Como la modestia no es una cualidad asociada por lo general con los argentinos, el Bafici ofrece una programación audaz que, en esta ocasión, reunió 210 largometrajes de vanguardia, experimentales, alternativos, oscuros, innovadores o como quieran llamarles. De alguna manera, el festival se antoja un híbrido entre el festival de Toronto y el Foro de Cine Joven de Berlín. Del primero ha tomado el esquema general de exhibición, el modelo del catálogo (con comentarios hiperbólicos a cargo de los mismos programadores) y el volumen de películas, pero ha prescindido de su feria de vanidades: no hay aquí espacio para las funciones de gala, el culto a la estrella hollywoodense y demás frivolidades propias de un festival atento al aspecto mercantil de la industria.

Es ese sentido riguroso de apostar por un cine diferente el que lo emparenta con el foro berlinés. Sin embargo, el argentino le ha añadido un tono más lúdico y un enfoque interactivo que alterna las proyecciones con conferencias de críticos y cineastas, e inclusive el llamado BAL -Buenos Aires Lab-, un concurso de apoyo financiero para proyectos de jóvenes realizadores latinoamericanos, en combinación con organizaciones europeas (este año, una de las beneficiadas fue la mexicana Issa García Ascot, egresada del CUEC).

De cara a una crisis económica evidente en las calles de la ciudad y un presupuesto restringido, el asombroso resultado del Bafici pone en relieve qué tan desarrollada es la cultura cinematográfica argentina en comparación a otros países latinoamericanos. Sin contar con el atractivo publicitario del cine de distribución comercial, el festival registró una asistencia impresionante en cada una de sus funciones (se reportó un aumento de 32% de público en relación con el año pasado). De hecho, para los invitados llegó a hacerse problemático el acceso a algunas proyecciones por la increíble demanda en plena Semana Santa.

Deprime decirlo, pero un festival así es inconcebible en nuestro país. Sirva un ejemplo ilustrativo: una de las funciones de la insólita película tailandesa Sud Sanaeha/ Blissfully yours, de Apichatpong Weerasethakul -ganadora del premio al mejor director y de Fipresci-, se realizó un jueves no festivo a las dos de la tarde, y prácticamente no había asientos disponibles en una sala de 300 butacas. En cambio, durante la pasada Muestra de Guadalajara, se exhibieron en sábado las recientes realizaciones de autores prestigiosos como Mike Leigh y Chen Kaige, y el número de espectadores no llegó ni a la veintena. Afligido por la apatía y la desinformación, el cinéfilo mexicano se ha vuelto cómplice de la ineficiencia de las autoridades culturales.

Aunque el Bafici cuenta con una sección de concurso -donde participó Japón, de Carlos Reygadas, llevándose el premio la actuación de Alejandro Ferretis-, su ecléctico programa invita a asomarse a sus diversas secciones. Desde luego, uno intentaba cubrir sobre todo las nuevas producciones locales, pues el cine argentino no ha perdido su impulso, a pesar del desplome económico. De lo visto, no encontré nada comparable a lo logrado recientemente por Adrián Caetano, Lucrecia Martel o Pablo Trapero. Si se aprecia una tendencia común entre los jóvenes creadores es una especie de neutralidad emocional, con personajes que buscan con abulia a seres queridos. Demostrativo de ello fue el documental Los rubios, de Albertina Carri, que suscitó un entusiasmo no compartido por un servidor: la búsqueda de una identidad a partir de la tragedia personal -los padres de la directora fueron desaparecidos durante la guerra sucia- da pie a un ejercicio escolar de narcisismo mal asumido.

Un ejemplo contrastante de cómo el documental puede ser más apasionante que cualquier ficción fue Ônibus 174, del debutante José Padilha. La crónica de un hecho de la nota roja según fue visto en la televisión brasileña -en Río de Janeiro un delincuente, ex niño de la calle, asalta un autobús y toma por rehenes a sus pasajeros- le ha servido al cineasta para construir un conmovedor testimonio sobre la marginación social, la violencia y la alienación en la macrociudad tercermundista. Estructurado con un rigor y una objetividad ejemplares, el documental es la antítesis perfecta de Ciudad de Dios y su mirada al crimen juvenil en lenguaje de videoclip.

Además de Japón, el cine mexicano fue representado por el documental Gabriel Orozco, la coproducción Aro Tolbukhin: en la mente del asesino y el cortometraje XV en Zaachila. Este último, realizado en video por Rigoberto Perezcano, documenta con tono festivo, nada condescendiente, la organización y desarrollo de una fiesta de 15 años en la población oaxaqueña del título. El corto fue exhibido de manera clandestina en la pasada muestra tapatía -ni siquiera figura en el catálogo- y no deja de ser irónico que uno lo haya conocido en Buenos Aires. Eso habla de cómo una verdadera labor de programación busca material de calidad, desconocido aún en el propio país de origen. El festival internacional de cine independiente de Buenos Aires ilustra el raro fenómeno de cuando los críticos no se conforman con externar sus opiniones, y llevan a la praxis sus ideas del cine que se debe difundir y apoyar. Y además, existe un numeroso público afín a ese ideario.

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