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México D.F. Domingo 4 de mayo de 2003

MAR DE HISTORIAS

Sueño de un domingo en primavera

CRISTINA PACHECO

A las diez de la noche continuábamos en tinieblas. Los faros de los automóviles hendían la oscuridad de la calle y se proyectaban sobre las fachadas. Por el balcón de un edificio alto salía la música de un piano. Todos conversábamos de una ventana a otra. Doña Celia -una anciana con restos de belleza juvenil, atrapada en una silla de ruedas- interrumpía de cuando en cuando nuestra charla y preguntaba: "¿A qué horas volverá la luz?"

Imposible saberlo. Varias veces habíamos llamado a la compañía sin obtener respuesta. Me ofrecí para hablar a la delegación. Una empleada tomó el reporte y prometió enviarlo a su jefe inmediato para que diera las órdenes conducentes.

El tono con que la muchacha pronunció la palabra conducentes me animó a describirle, como si ella no las supiera, las consecuencias de la falta de energía eléctrica. La empleada pareció interesarse más en nuestro caso cuando me referí a la comida que se echaba a perder en los refrigeradores y a la ropa húmeda en las lavadoras. Regresé a la ventana. El tono de las conversaciones era mucho más suave y en cambio el piano se oía con un vigor extraordinario. Doña Celia opinó: "Qué hermosa es la música de Lecuona. Cuando yo era joven..." Antes que pudiera terminar la frase volvió la luz. Se escucharon risas y aplausos. El piano cesó.

Tras el breve estallido de júbilo nos miramos en silencio, como extrañados de vernos. De inmediato resonó el golpe de las puertas al cerrarse. La calle se llenó otra vez con el rumor de los televisores encendidos y el estruendo de los cláxones. Miré hacia el edificio alto para saber de dónde había salido la música del piano. No encontré ningún indicio: todas las ventanas eran iguales. Tuve la impresión de que el piano y las conversaciones eran parte de un sueño fraguado por la oscuridad.

Cerré la ventana. La luz eléctrica brillaba más que de costumbre. Bajo ese resplandor me pareció más intenso el color de las paredes y más definida la forma de los muebles. Sobre la mesa permanecían apilados los periódicos y las revistas dominicales. Elegí una: Seis décadas en la moda. Me puse a hojearla y me detuve ante una modelo vestida y maquillada al estilo de los años cincuenta. Le encontré parecido a doña Celia y sentí curiosidad por saber lo que, minutos antes de que volviera la luz, la anciana iba a contarnos acerca de su juventud. Me hubiera gustado atravesar la calle y presentarme en la calle de doña Celia para preguntárselo. Obedecer al impulso resultaba tan difícil como saber quién era el virtuoso del piano.

La revista dejó de interesarme y la hice a un lado. Me sorprendió sentir algo semejante a la fatiga de un largo viaje. Apagué todas las luces y me acosté. En medio de la oscuridad reconstruí los incidentes de un día mágico.

II

El domingo empezó como todos. Al primer toque de campana, el vagabundo que duerme en el atrio de San Juan se desperezó y se fue. A las siete los niños del asilo desfilaron rumbo a la iglesia. El vendedor de periódicos desplegó en su quiosco las publicaciones del día. Un grupo de excursionistas abordó un camión amarillo. Las puertas de los garajes se abrieron. Hombres en bermudas y camisetas lavaron sus automóviles al ritmo de la música que se desbordaba por ventanillas y portezuelas. Las mujeres fueron al supermercado.

Al mediodía salieron las familias hacia las plazas comerciales y los restaurantes. Más tarde aparecieron los visitantes dominicales. Matrimonios jó- venes, parientes, amigos. La música y los olores a comida se entremezclaron en la calle, transformada por los niños en cancha de futbol. Su juego se prolongó hasta que vino la orden: "Dejen eso y vengan a comer".

Entre cinco y seis de la tarde se escucharon las prolongadas despedidas y los automóviles se alejaron apresurados. Luego poco a poco llegaron los paseantes. El vagabundo reapareció a las puertas de la iglesia. El vendedor de periódicos cerró su puesto. Las monjas y los niños acompañaron a sus benefactores hasta las puertas del asilo. Las amas de casa arrojaron bolsas de basura en las esquinas. El encargado del lote de automóviles comenzó su rondín. El
calor era todavía intenso. Las ventanas se abrieron y dejaron escapar cortinas blancas. Agitadas por un viento muy suave, despedían otro domingo y nos acercaban a una nueva jornada laboral.

III

Vi el reloj. Era el momento de ver la película china que una amiga me recomendó con entusiasmo: "Es formidable: cuenta la historia de una mujer que hace tallarines y lo sacrifica todo con tal de comprarse un televisor más grande que el de su vecina. No te imaginas el final. De veras es terrible".

Metí la cinta en la videocasetera. Apareció una mujer menuda pregonando en tono desgarrador su mercancía: "¡Tallarines trenzados, tallarines...!" Sentí curiosidad por el personaje. De pronto la pantalla se oscureció. Se había ido la luz.

Con la esperanza de que la energía se restableciera pronto, quise aprovechar la claridad vespertina para adelantar algunas tareas del lunes. Entré en mi cuarto. El bochorno acumulado me hizo refugiarme en la sala. Abrí la ventana. Doña Celia, que antes apenas me había dispensado el saludo, me gritó desde su terraza: "¿Tampoco tiene luz?" Saber que no era la única afectada desterró mi temor de que el apagón pudiera deberse a una falla más en mis instalaciones.

En la ventana de enfrente apareció el vecino y sentenció: "De seguro fue un transformador". Sin dar tiempo a comentarios explicó el motivo de su deducción: "Antes de que se fuera la luz escuché un ruido muy fuerte. ¿No lo oyeron?" La señora Celia se animó: "Sí. Pensé que se trataba de un choque". Janet, la gimnasta que vive en la casa remodelada, opinó desde su azotea: "Pensé que mi antena se había caído y subí a revisarla, pero está bien. ¿Qué pasará?" Me ofrecí para llamar a la delegación para reportar la falla. Después de hacerlo regresé a mi observatorio. "¿Qué le dijeron?", me preguntó ansiosa doña Celia. Mi respuesta no la tranquilizó: "que no saben nada, pero van a pasarle el reporte a un ingeniero". Un anciano al que nunca antes había visto salió a la puerta: "a lo mejor nos la cortaron".

El encargado del condominio, célebre por las fiestas que organiza el dueño del penthouse, se ofendió: "pues aquí nadie debe nada. Todos pagan a tiempo". El viejo no se dejó avasallar: "Me alegro por ellos. Pero si fue el transformador, también se fregaron". Janet dijo que iba a llamar otra vez a la compañía: "de seguro hay personal de guardia". Escuchamos la carcajada de otro vecino que es profesor de matemáticas: "no me haga reír. En este país donde nos la pasamos haciendo puentes, ¿crees que habría alguien que trabaje en domingo?"

Por la ventana del edificio de enfrente se asomó una mujer con la cabeza envuelta en una pañoleta: "¿alguien tiene una vela que me preste?". El anciano respondió: "sí, pero no puedo subir escaleras. Si usted quiere bajar..." De la casa amarilla a mitad de la cuadra salió una señora a la que sólo he visto en el banco: "voy a aprovechar para darles una regadita a los árboles de la calle. Son de todos pero a los pobrecitos nadie los cuida". Enseguida aparecieron otros voluntarios para regar los liquidámbares y troenos que hay en la cuadra. El aire se llenó con el olor de la tierra mojada y se escuchó la música del piano. Al volver la luz se suspendió el concierto, las voces se apagaron, la calle quedó otra vez vacía y las ventanas cerradas. El sueño de la comunidad había terminado. Volvíamos a ser desconocidos.

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