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México D.F. Jueves 5 de junio de 2003

Soledad Loaeza

México, DF: ciudad abierta

En las últimas semanas los habitantes de la ciudad de México hemos sufrido calladamente el arribo de una fuerza de ocupación que se ha apoderado de nuestras calles, ha obstruido el tránsito como mejor le conviene, ha cometido actos vandálicos a su gusto y, como cualquier fuerza de ocupación que se respeta, ha pisoteado sin remordimiento los derechos más elementales de los habitantes de la ciudad.

Las autoridades locales y federales nos han dejado solos, han desertado de sus obligaciones y de su razón de ser. Estamos en completa indefensión, a merced de esta fuerza de ocupación que llegó agazapada en el caballo de Troya de las demandas sindicales. En los últimos días miramos horrorizados escenas similares a las que se produjeron en Bagdad a la caída de Saddam Hussein, las que se produjeron en el Distrito Federal cuando ante la ausencia total de las autoridades encargadas de mantener el orden público, los ocupantes de la ciudad atacaron las oficinas del PRI. En ese momento se desvaneció una de las diferencias que creíamos obvias entre la capital iraquí y la mexicana: la existencia de un gobierno.

Esta catástrofe, la ocupación de la ciudad, ocurrió después de semanas de vivir en un virtual estado de sitio. Las fuerzas en conflicto hicieron de nuestro territorio su campo de batalla: rodearon algunos de los puntos neurálgicos de la capital de la república, estrangularon las vías de circulación más importantes -muchas de ellas de por sí desfallecientes.

Los habitantes teníamos que desplegar nuestro ingenio, encontrar salidas astutas para poder llegar a nuestro lugar de trabajo, a la cita con el médico, con el notario, a recoger a nuestros hijos a la escuela. Temíamos hacer demasiado ruido o demasiado bulto, porque entonces otros descubrirían nuestras argucias, nuestras rutas alternas, nos seguirían, y el espacio que necesitábamos para circular habría desaparecido de manera instantánea.

El toque de queda que desde hace años rige la ciudad los viernes a partir de las 15 horas se extendió a otros días de la semana, incluso a horas más tempranas. Durante las semanas del sitio nuestra vida se vio reducida a las actividades inexcusables; tuvimos que borrar de nuestras agendas cualquier idea de salir a cenar con amigos, visitar a parientes que no viven en la misma calle que uno, ir a un cine o a un teatro que estuvieran más allá de la esquina. Nuestro horizonte urbano se achicó como una piel de zapa, y quedamos más que nunca encerrados en el departamento, en el mundo del condominio horizontal, de las calles cerradas por plumas instaladas por los vecinos.

Todo indica que las cosas continuarán igual o habrán de empeorar porque las fuerzas de ocupación han anunciado que seguirán aquí y activas, por lo menos un mes más.

Los grupos que en las últimas semanas protestaban contra el gobierno -federal o local, a estas alturas es irrelevante, porque de todas formas ambos estaban ausentes o mirando en otra dirección- también se disputaban entre ellas mismas los espacios públicos; mientras los habitantes de la ciudad quedábamos simplemente atrapados en una lucha que no sólo no nos concierne, sino que está alimentando un vigoroso sentimiento antisindicalista. Los llamados a la solidaridad de las fuerzas de ocupación causan risa, cuando no enorme frustración. Ellas mismas no son solidarias de los habitantes de la ciudad, de su agobio, de sus dificultades para sobrevivir el Distrito Federal, porque están regidas por el "yo, me, mi, conmigo" sindical.

La suma de las experiencias del estado de sitio, del toque de queda y de la ocupación está destruyendo cualquier sentimiento de solidaridad, ya no hablemos del civismo mínimo que demanda la convivencia civilizada en una ciudad de estas dimensiones. No hay más que ver a los automovilistas enervados que se agreden unos a otros, mientras el policía de tránsito mira en otra dirección; ni qué decir de las peseras que se brincan las banquetas del Periférico, o de los autobuses que viajan en el carril de mayor velocidad y se detienen tan campantes a depositar pasaje en la mitad de las "vías rápidas", irónicamente invadidas por vendedores de refrescos y viseras, como si el Periférico fuera un tendido en la plaza de toros.

Lo único que están consiguiendo las fuerzas de ocupación es que el día que aparezca la o el Margaret Thatcher mexicano, nadie levantará un dedo para defender el principio de la organización sindical, como ocurrió en Gran Bretaña, cuando la opinión pública británica se hartó del radicalismo de los mineros, de la debilidad de los laboristas en el poder frente a los sindicatos. El fin del viejo laborismo lo selló el "hasta aquí" de los rehenes de la movilización sindical, que no eran los "capitalistas", sino, en primerísimo lugar, los capitalinos, es decir, los londinenses. La permanencia de Maggie Thatcher en el poder durante dos décadas fue posible gracias a que tuvo buena parte del apoyo de la clase obrera.

La deserción en masa de las autoridades de la ciudad de México ante las fuerzas de ocupación ha dejado el destino de los habitantes de la capital en manos de Dios, y ya lo dijo el Presidente: "Que Dios nos bendiga", y ahí se ven.

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