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México D.F. Domingo 6 de julio de 2003

MAR DE HISTORIAS

Las puertas del infierno

Cristina Pacheco

Hace más de tres años perdimos la huella de Sixto, único hijo de Eulalia. Ella trabajó primero en casa de mis abuelos y después en la nuestra. Eu, como la llamábamos de cariño, era muy religiosa. Veía pruebas de la bondad divina aun en sus peores desgracias: su viudez prematura y la enfermedad de Sixto.

Una vez, al entrar en la cocina, sorprendí una conversación entre mi madre y Eulalia: "Mi Sixto ya tiene muchas fuerzas. Me arañó el brazo y el cuello, pero gracias a Dios evité que se saliera. El nunca ha pisado la calle ni sabe de peligros". Mi madre la interrumpió: "ƑNo ha pensado en llevarlo a un hospital? Allí tendría atención médica y vigilancia". Eu sonrió: "En su cuarto está seguro: lo dejo amarradito y cierro la puerta con candado".

Aquella tarde Eu se fue más temprano que de costumbre. Enseguida le pregunté a mi madre qué enfermedad padecía Sixto. "Nació mal de la cabeza". Me asusté: "ƑEstá loco?" Me reprendió: "No vuelvas a decir eso y menos delante de Eu. Para ella su hijo está malito".

II

Eulalia empezó a llegar cada vez más tarde y casi siempre llorosa y lastimada. Lo justificaba con mentiras burdas: "Me caí", "Me tropecé". Al fin no se presentó. Su ausencia de varios días nos preocupó. Convencimos a mi padre de ir a buscarla.

Encontrar la colonia y la calle donde Eulalia vivía no fue fácil. Cuando al fin nos estacionamos ante unos cuartos inconclusos, protegidos por tablones, mi padre me ordenó permanecer en el coche. Por la ventanilla me dediqué a mirar las calles que Sixto, a sus dieciséis años, jamás había pisado. Me sentí superior y vengada de que me hubieran excluido por su causa.

Mis padres tardaron más de media hora en regresar. Ella lloraba y repetía: "No podemos dejar a Eulalia en la casa, como está, y menos con el muchacho..." Mi padre quiso tranquilizarla: "Buscaremos una enfermera que atienda a Sixto mientras Eulalia esté en el hospital. Será cosa de días".

Todo ocurrió según los planes de mi padre, excepto que Eulalia murió devorada por el cáncer y la desesperación de no poder salvar a Sixto de su horrible destino.

Desde que regresamos del panteón comenzaron las discusiones entre mis padres. Ella quería conservarle la enfermera a Sixto mientras buscaba una buena institución donde internarlo: él se oponía con argumentos irrefutables: "No tengo dinero para eso. El negocio anda mal. Además, el muchacho no es tu hijo". Mi madre se enfureció: "Le prometí a Eulalia ver por Sixto. Si ya no podermos pagarle a la enfermera, me lo traeré para acá". Mi padre golpeó la mesa: "šTú también ya te volviste loca! ƑCómo se te ocurra que viva con nosotros?" "Sólo mientras lo llevo a un hospital".

III

Nunca olvidaré la mañana en que Sixto llegó a nuestra casa. Enfurecido, luchaba por librarse de la sábana que lo envolvía desde el cuello hasta los tobillos. Pude ver su cara: bajo el arco saliente de las cejas, los ojos demasiado juntos se montaban en la nariz. El labio inferior caía hasta tocar la barbilla prógnata, húmeda de saliva.

Mi madre adivinó mi terror, y mientras mi padre y un enfermero conducían a Sixto al cuarto de servicio que Eulalia nunca quiso ocupar, me dijo: "No te asustes, pronto se irá. Mientras él esté aquí mejor no salgas al patio".

Una sola vez me atreví a desobedecer. Una tarde aproveché que mi madre dormía y corrí a espiar a Sixto por la ventana. Atado a la pata de la cama por una larga cuerda que lo dejaba desplazarse, el enfermo iba de un lado a otro mordiéndose las manos. No pude contener un grito. Sixto giró la cabeza de un lado a otro buscando. Luego se dirigió a la ventana. Quise retroceder pero no tuve fuerzas. Lo vi pegar la cara al vidrio y lamerlo con salvaje avidez. Contento, se echó hacia atrás, tomó impulso y estrelló la cara contra los vidrios. Vi sangre, grité y caí al suelo.

IV

La estancia de Sixto en la casa se prolongó durante meses infernales. Mi madre, encargada de su alimento y su aseo, se olvidó de nosotros. Sentí que prefería al enfermo y para vengarme de ella, a sabiendas de que la molestaba, me refería a Sixto como "el loco".

En mis noches pavorosas se incubó el odio por Sixto: sus gritos se mezclaban con las discusiones de mis padres y las protestas de los vecinos. Temblando bajo las sábanas, esperaba con ansia la mañana para salir huyendo a la escuela. Hasta allá me perseguía el recuerdo de Sixto: su lengua rojas, su sangre.

Por fin Sixto fue trasladado al hospital. Dejó su huella en las paredes del cuarto, en el silencio de las noches y en mi necesidad de seguir odiándolo.

Sólo mi madre visitaba a Sixto. Siempre volvía a la casa tan abatida que le suplicamos espaciar sus encuentros con el enfermo. Fiel a la promesa hecha a Eulalia, se negó a complacernos. Desesperado, mi padre amenazó con irse de la casa si ella no accedía a su petición: depositar en una cuenta bancaria el monto del internamiento y estar al tanto del enfermo por teléfono.

Nos concentramos en lograr que la vida fuera como antes y no volvimos a mencionar a Sixto. Su cuarto permaneció cerrado, como si ya no fuera parte de la casa.

V

Hace tres años mis padres cumplieron veinte de casados. Antes de festejarlos, renovaron la pintura de las paredes. Una tarde se me acercó un albañil: "Pregúntele a su mamá si va a querer que le arreglemos el cuarto del patio. Está cayéndose. ƑDesde cuándo no le dan mantenimiento?"

Como si hubiera estado esperando esa pregunta, por primera vez en mucho tiempo recordé a Sixto. Su habitación llevaba nueve años cerrada, los mismos que él en el hospital. Sentí curiosidad por verlo. En secreto, como aquella noche en que lo miré por la ventana, fui a visitarlo.

Jamás había estado en ese hospital. Contra lo que esperaba, no encontré guardias en la puerta ni en el camino a la recepción. El enfermero que la atendía me preguntó a quién buscaba. "A un muchacho. Se llama Sixto". "Sixto qué..." Adivinó que no tenía respuesta y señaló hacia un segundo portón: "Es Día del Niño. Hay fiesta: están en el jardín. Entre y búsquelo". "ƑCree que lo encuentre?" El hombre sonrió escéptico: "De seguro. A estas personitas nadie se las lleva, ni la muerte".

Conforme avanzaba oía con más claridad una canción infantil. Imaginé una escena conmovedora: los "enfermitos" rodeados por sus hermanos, hijos, nietos. Cuando llegué al jardín descubrí la realidad: las enfermeras palmeaban al ritmo de la música mientras los internos corrían en derredor de la fuente. Dificultaban su marcha los disfraces improvisados con pedazos de sábanas, cortinas y manteles inservibles. Las caras, humilladas con manchones y líneas, me parecieron idénticas.

Cesó la música. Los internos se detuvieron. En su inmovilidad parecían estatuas. La jefa de enfermeras recorrió al grupo con mirada implacable. Satisfecha de que sus órdenes hubieran sido acatadas con tal precisión, gritó: "šA comer!" Las puertas de la cocina se abrieron y aparecieron dos muchachos empujando carritos repletos con raciones de pastel.

Los internos se precipitaron ávidos. En medio del desorden se oyó un silbato y apareció un hombre blandiendo una manguera. El resto del personal coreó sus movimientos: "Ahí viene el agua fría". Chillando y tropezando, los enfermos retrocedieron hasta quedar inmóviles junto a la fuente. No pude más: salí huyendo. Me persiguió la música que se escuchó de nuevo.

Poco después nos llamaron del hospital para informarnos que Sixto había escapado. Mi padre guardó silencio, mi madre gimió, y yo me sentí feliz de que "mi enfermo" hubiera abierto las rejas de su infierno.

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