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México D.F. Lunes 14 de julio de 2003

Hermann Bellingausen

Cerros

A los niños que viven en los suburbios y sólo les permiten ir a la escuela, se les hace tarde para conocer que el mundo consiste también en montañas y cerros. Que en los bosques, barrancos y ríos respiran, sienten y se hablan de tú con quien los pisa o nada. Que el cielo, en sí mismo, canta cada mañana. Que tener mucho frío bajo la lluvia de verano da calor. Que en las abruptas veredas el esfuerzo físico permite la epifanía de la imaginación.

Hay niños que nacen fuertes y crecen grandes: dichosos ellos. Pues los hay de cuna débiles que batallan para crecer correosamente.

Los niños de los suburbios pueden cumplir ocho o diez años todos paliduchos, sin haber sido presentados al Sol, y que de los bautizos posibles, les falta el único importante: el de las olas del mar.

El niño de esta historia debió nacer en el lugar equivocado. ƑCuál hubiera sido el correcto? Le tomará el resto de su vida concluir que cualquier lugar hubiera sido equivocado, porque los cerros sólo existen fuera del cascarón.

A los nueve años, a los once, los autobuses foráneos pasaban por el mercado de las flores de Chapultepec, echando humo borrachos de libertad. La ciudad ya era grande, pero le faltaba tanto por crecer y volverse irreconocible. Los autobuses dejaban pronto atrás las calles y las colonias. El olvido engullía enseguida la casa rodeada de bodegas y fábricas donde el grito del gallo lo daba el pito de la fábrica de vidrio al otro lado de las vías. La aurora tenía que asomarse entre las cortinas del humo, y la única polución ocurría, ya, entre las sábanas revueltas de la cama en la azotea.

No había dios que pudiera hacerse responsable de la belleza del mundo exterior. Una posibilidad era que todo fuera dios (o panteísmo). Otra, que dios no fuera necesario, que el bosque de pinos estuviera perfectamente sin él (perdón, El).

Las autopistas seguían en pañales, pero parecían supermodernas. Los niños iban nerviosos, dispuestos a la muerte de ser preciso, o a perderse en el bosque, que a esa edad inspira más miedo que morir. Los guías, Tich y Meshua, le indicaban al chofer del atiborrado camión de segunda, en medio de la soledad, al pie de una vereda: "aquí bajamos".

A los niños les picaban los talones, les temblaban los ojos de emoción.

En minutos los tragaban las arboledas. Los ruidos de la carretera se iban apagando. A caminar entonces. Horas, más allá de lo racional. Hasta que Tich, arbitrariamente, elegía un sitio para tumbarse en la hierba a platicar con Meshua, de la que todos estaban enamorados.

Sin darles tiempo de sentarse, apenas de beber de sus cantimploras agua de limón, Tich ordenaba a los niños que escalaran el cerro de enfrente y vieran qué hay del otro lado: "El primero que regrese y nos diga, gana". Incluía a Meshua en el "nos".

El olor a pasto y trementina era tan potente a través del pinar que los niños se mareaban. Obedientes sin motivo, picados por el espíritu de competencia y porque una vez en la libertad del bosque todo es porque sí, los niños echaban a correr. A todos intrigaba si Tich le daría un beso a Meshua, que tenía un poco de acné pero era una muchacha demasiado bonita para ser verdad.

El esfuerzo de subir el cerro devoraba la atención de los niños, con la sola idea de conseguirlo. Cuando el de esta historia sentía no poder más, sólo de ver al resto aún pudiendo, y que a lo mejor ya falta poco, sacaba fuerzas de donde parecía no tener.

El niño de suburbio nunca llegó primero a la cima, pero de bajada corría mejor. Si llegaba el primero, a lo mejor cachaba a Tich besándose con Meshua. "ƑQue hay detrás del cerro?", preguntaría Tich sin siquiera ponerse de pie ni mostrarse interesado. Meshua sacudiéndose el pasto seco del pelo, la espalda y los muslos. El niño, abrumado de conocimiento, respondería de viva voz: ''Otro cerro. Más alto''.

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