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México D.F. Martes 9 de septiembre de 2003

Carlos Montemayor

Notas para leer a Mario Monteforte Toledo

Habla Mario Monteforte Toledo -escuché por teléfono un día de 1973. Le paso al poeta Jaime Valdivieso'' -agregó.

En esa época yo era director de la Revista de la Universidad de México y había abierto sus páginas a muchos escritores que en nuestra América engrandecían la lengua española y portuguesa. Con ese motivo había cruzado algunas cartas con Jaime Valdivieso. Esa llamada y la amistad en común con el poeta chileno me brindó la oportunidad de tratar a Mario Monteforte Toledo y visitarlo en su casa de San Angel, rodeado de libros, de una colección de dagas (como las que el protagonista de Anaité, Jorge, y Johnson, protagonista de Los adoradores de la muerte, regalaron a sus guías en distintas selvas) y otra más de pipas que años después le compré y disfruté.

Mi padre era asiduo lector suyo en Parral. El y algunos amigos de mi padre discutían semanalmente los artículos de los dos o tres principales colaboradores de la revista Siempre! Uno era Vicente Lombardo Toledano. Otro, Mario Monteforte, pues tenía un singular talento para tratar todos los asuntos del mundo. Quiero decir, ciertos conflictos sociales de Latinoamérica, Asia y Europa. Mario Monteforte Toledo fue, pues, desde mi infancia, un referente importante para analizar los procesos sociales con una óptica más amplia que la que ofrece un cristal ideológico estrecho y mucho más abarcador que la visión que aporta el solo conocimiento de intereses y pasiones de una historia doméstica.

Cuando lo conocí personalmente, Mario Monteforte desplegaba una intensa labor como profesor e investigador en la Universidad Nacional Autónoma de México y en el Instituto de Investigaciones Sociales de la misma universidad. Para ese momento ya había publicado libros fundamentales en el análisis sociopolítico, tales como Guatemala-Monografía sociológica, de 1959; Partidos políticos latinoamericanos, de 1961; Tres ensayos al servicio del mundo que nace (La política de no alineación), de 1962; La reforma agraria en Italia. Experiencias para México, de 1963; Mirada sobre Latinoamérica, de 1971, y La revolución militar a la peruana, aparecido en ese mismo año de 1973.

En la edición actualizada de 1985 de su Historia crítica de la novela guatemalteca, Seymour Menton lamentó este periodo de Mario Monteforte Toledo por haberse alejado de la novela, o al menos, por no haber concentrado todos sus esfuerzos en la novela. Seymour Menton y algunos otros profesores estadunidenses han creído a veces que los escritores latinoamericanos deberíamos estar al servicio de sus cátedras y de sus alumnos y no privarlos de la ocasión de analizar en una secuencia cronológica y constante los altibajos de la novela hispanoamericana. Es decir, algunos creen que cuando los escritores no escribimos novelas nos estamos portando bastante mal y que acaso se trata de un imperfecto disfraz de pereza literaria. Es difícil, en efecto, para profesores puros ver algo más allá de la naturaleza aparentemente interior de las novelas de ciertos autores latinoamericanos, particularmente esa cosa que designamos en español con la palabra ''realidad". O mejor nuestra ''realidad social", para ser exactos y al mismo tiempo más ambiguos.

Nuestros países de pronto parecen ya formados y dispuestos a una mejor y más civilizada vida y en el siguiente momento comienzan a deshacerse o a rehacerse de nuevo. Son una piedra de Sísifo que a veces remontan los peruanos, después los colombianos, luego los guatemaltecos, otra vez los mexicanos, más tarde los chilenos, después los argentinos. Ante esta realidad que suele escapar a las cátedras químicamente puras de literatura, hay autores que no queremos eludirla y aceptamos intervenir en ella de diversas maneras. Imposible suprimir u olvidar esta faceta social que no se restringe al ámbito de la literatura en muchos escritores de nuestros países, desde Domingo Faustino Sarmiento, Pablo Neruda o Rómulo Gallegos, en Sudamérica, hasta Vicente Riva Palacio, Ignacio Manuel Altamirano o Martín Luis Guzmán, en México.

La vasta obra de Mario Monteforte Toledo se inscribe en esta tradición, en esta fuerza continental. Conviene verla así, como un todo, como una amplia y minuciosa forma de entender el mundo, de penetrar en él con todas las herramientas posibles: las del cuento, las del teatro, las de la novela, el análisis político y la investigación social o las del asombro por la escultura y la plástica (o como él mismo lo ha dicho, las piedras vivas y los signos del hombre).

Esta visión fue tomando forma, fuerza, desde su propia biografía, quizá desde los 17 años que surgió como líder universitario, más tarde como secretario general del Partido de la Revolución Guatemalteca de 1944 a 1948, embajador de Guatemala en las Naciones Unidas en 1946, diputado al Congreso unicameral de 1947 a 1951 y presidente del Congreso y vicepresidente de la República de 1948 a 1949. El exilio después maduró al humanista. Y acaso, igualmente, el trabajo de traducción de ciertos libros en la década inicial de ese exilio. Me refiero a tres traducciones del inglés: Los libros del Conquistador, de Irving Leonard, Las relaciones industriales y el orden social, de W.E. Moore y Vida de John Maynard Keynes, de E.F. Harrad.

Las otras dos traducciones fueron del francés: la obra capital del historiador francés Fernand Braudel, El Mediterráneo y el mundo del Mediterráneo en la época de Felipe II en cotraducción con Wenceslao Roces, y El alma romántica y el sueño, de Albert Béguin.

Necesario reconocer su dilatado magisterio al servicio del conocimiento social de nuestro tiempo. Este podría ser quizá la dimensión medular de su obra entera: el conocimiento social de nuestro tiempo, no solamente el encadenamiento anecdótico de su serie de novelas, cuentos, obras de teatro o ensayos. No solamente, sobre todo, el análisis aislado, didácticamente aislado, de su asombrosa obra narrativa. Un conocimiento social que no anula el conocimiento del individuo y de nuestras culturas, de las pasiones y esperanzas individuales que vibran en los integrantes de los muchos pueblos de ahora y de ayer, de nuestros muchos pueblos también de mañana.

A menudo se afirma que infancia es destino. Las razones clínicas o científicas de esta aseveración no podría ponerlas en duda. Siento que en la infancia descubrimos el mundo desde ciertos espacios y en cierta forma. Lo que llaman destino es quizá la necesidad continua de extender (en ocasiones cerrar) esos espacios y de ampliar (en ocasiones obstruir) esos acercamientos. Traigo a colación esto por un paralelismo: a veces el primer libro de un escritor es también destino. Pienso que es el caso de un escritor como Mario Monteforte Toledo. Para recorrer y acercarnos a su narrativa destaquemos por ello ciertas constantes que surcan su obra desde la novela Anaité hasta la novela Los adoradores de la muerte; es decir, desde el año 1938 al año 2001.

Llamo constantes a elementos narrativos diversos (situaciones, atmósferas, caracteres, tramas, descripciones, mecanismos de estilo) que van enriqueciendo, profundizando, ampliando o reafirmando espacios vitales de individuos, grupos, regiones, épocas o pueblos que aparecen en los relatos. Son constantes, además, porque reaparecen una y otra vez como los caminos de acceso a las verdades que su narrativa se propuso descifrar o compartir como uno de los más amplios y profundos aportes de la literatura de nuestra lengua y nuestro continente.

Mario Monteforte publicó Anaité en 1948, aunque la novela fue escrita más de 10 años antes, puesto que ganó un concurso en 1939 y, por tanto, se remonta a los años de 1937 y 1938. Anaité no es sólo un raudal del Usumacinta y la selva; es también un sitio remoto, un lugar extraordinario para apartarse de lo que llamamos civilización, aunque en ese sitio remoto sea posible caer de nuevo en un mecanismo social o íntimo más terrible que el del mundo que se ha dejado atrás. Anaité es el primer viaje hacia lo remoto de varios personajes de Monteforte. Lo remoto aleja a Pedro Matzar de su aldea indígena del lago de Atitlán en la novela Entre la piedra y la cruz. En la novela Donde acaban los caminos lo remoto aparece como el pueblo serrano al que llega el médico Raúl Zamora; después, lo remoto se convierte en la choza de Antonio Xahil (y más aún, lo remoto se torna la cultura indígena misma). Lo remoto para Maria Xahil es, en cambio, la montaña donde acaban los caminos y la vida.

Muy semejante a ese caminar de Maria Xahil es la fuga hacia el paraje donde aprende a volar y a morir Diego Cox, personaje del cuento El joven pájaro, del volumen La cueva sin quietud. En estos relatos, lo remoto asume una ondulante faz. Es el exilio en Cosas de españoles, un manicomio en Barco de papel, una placa enviada por correo en Chon, el pelícano, una cueva sagrada en Los de la sangre de Iztayub o la reflexión, el dolor silencioso e intolerable de la mente de un individuo solo en el cuento que da título al libro. En la novela Una manera de morir, lo remoto para Peralta es su incorporación al mundo de la burguesía. En la novela Llegaron del mar lo remoto tiene tres rostros: es el espacio del que llegan los guerreros del reino Tucur, que invaden, matan y humillan al pueblo del viejo Ixcayá; es el recorrido del viejo Ixcayá en busca de la rebelión y la libertad; es, por último, el mar, vientre de donde provienen los nuevos conquistadores con armas de fuego, caballos y armaduras. Lo remoto aparece ante el lector como la Isla de las Navajas en el cuento que da título a otro volumen de relatos de 1993; sin embargo, para el que protagoniza la historia lo remoto se revelará más allá, al final de un viaje subsecuente, en un sitio más distante y desierto que la isla misma. Lo remoto surge otra vez en la selva pura e incontrolable adonde Johnson conduce a sus seguidores en Los adoradores de la muerte, novela magistral escrita 62 años después de Anaité.

Estos sentidos de lo remoto y, particularmente, de la dualidad comienzan a formularse con claridad en la novela Entre la piedra y la cruz. Recordemos que los siameses de Los adoradores de la muerte habían revelado a Johnson que la libertad consistía en la capacidad de encarnar ''la portentosa lucha entre los mayores poderes del universo: ser y dejar de ser, vivir y morir al mismo tiempo". Esta es la revelación que asombra a Pedro Matzar cuando, herido en el hospital, rencuentra a Margarita, la hija de la familia criolla que lo había protegido de niño.

Es notable que este viaje hacia lo remoto en términos espaciales y culturales, y la concepción dual como fuerza de fundación, provinieran del personaje indígena, de la cultura que suele ser lo remoto para nosotros. En la amplia biografía de novelas en lengua española, portuguesa e inglesa de este continente sobre los pueblos nativos, no había despuntado aún el acercamiento desde lo remoto del mundo indígena como una totalidad autónoma. Esta es una aportación esencial de la obra de Mario Monteforte Toledo. En principio, gemelos son los países de nuestro continente que cuentan con una significativa población indígena y criolla. En principio, también, lo remoto está en nuestras manos, pero su cercanía nos ciega como una intolerable distancia. Entender este valor remoto de nuestra propia naturaleza dual es otra de las profundas aportaciones de la obra de Mario Monteforte. El proceso de su descubrimiento, de su conocimiento, es, efectivamente, en su obra, como un constante viaje, un constante avance hacia lo ignoto, hacia la conclusión del mundo, de la vida, de la conciencia.

Adiós, amigo, hermano. Adiós.

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