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México D.F. Viernes 10 de octubre de 2003

Horacio Labastida

La contrarrevolución en México

Siguiendo líneas clásicas del pensamiento socialista, modeladas en lo fundamental por Karl Marx, la mayoría de los sociólogos de nuestro tiempo reconocen que al hablar del Estado es preciso tener en cuenta los intereses que representa la alta burocracia que opera el aparato gubernamental, porque esos intereses, enraizados profundamente en lo económico, determinan el contenido de las decisiones políticas en la medida en que los gobernantes usan el poder público en favor de las clases que representan.

Los emperadores romanos aprovecharon sus potestades para cimentar a las elites de su época, argumentando que consolidarlas era fortalecer el imperio. El régimen medieval fue manejado por los señores feudales, y el poder económico lo ha hecho en las monarquías absolutas y en las democracias modernas. Los asambleístas de Filadelfia, al fundar la república federal estadunidense (1787), cuidaron de que los hombres escogidos en los comicios para ejercer la autoridad no fueran elegidos por voto universal y sí por representantes en lo general vinculados a importantes negocios de sus comunidades estatales, y en Francia ni siquiera entró en vigencia la Constitución de 1793, que reconocía el derecho del pueblo a deponer a los gobernantes incumplidos con la democracia, historia no interrumpida más que de manera muy excepcional.

En conjunto, las democracias de los siglos xviii, ixi, xx y en lo que va del actual, al igual que las monarquías constitucionales, han entronado por vía electoral a funcionarios que gobiernan para apuntalar a comerciantes, industriales, financieros y reprimir hasta con armas de destrucción masiva cuando no hay otro camino, a quienes se resisten al dominio ideológico y económico de las clases privilegiadas y sus doctrinas de pensamiento único y mando absoluto, según ha sido nítido en el actual siglo xxi. Hoy el derecho internacional es arrojado al cuarto de la basura y Naciones Unidas, ilusión del triunfo contra Hitler, es miserablemente burlada por los grandes negociantes del petróleo, armamentos y otros tráficos antihumanos.

La dramática lid por imponer la lógica de los acaudalados se refleja dolorosamente en nuestro país en el juego dialéctico de revolución nacional y contrarrevolución antinacional, e imperialista, escenificado en el amanecer de una república fundada con las aspiraciones de la insurgencia de Hidalgo y Morelos, cuya esencia retomada una y otra vez alimenta valores nacionales crecientes y recios de cara al embate de los imperialistas por dinamitarlos y convertir al país en vasto mercado de materias primas y en maquiladora de empresas ajenas. Las cosas son resaltantes y sencillas. La nacionalidad es razón sine qua non de todos los países colonizados y forzados a renunciar a sus instancias espirituales. Contra lo esperado, los pueblos avasallados han reproducido ideales de identidad y rebeliones contra los que tratan de quebrantarlos, en la inteligencia de que estos ideales y su realización social constituyen lo que en los países del tercer mundo se llama nacionalidad.

La nacionalidad explicita la voluntad y la resolución de existir y progresar, o sea, una negación radical de la imperialidad que busca el aniquilamiento de la autonomía al barrenar y propiciar el quebrantamiento del sentimiento y la inteligencia nacionales. Esta fue la contradicción que en México desató el choque de Morelos y los diputados de Chilpancingo con los ejércitos opresores peninsulares que comandara el general y virrey Félix María Calleja (1755-1828). La contradicción rediviva se proyectó hasta la caída de Porfirio Díaz (1911), y en la Constitución de 1917 se abrió un trascendental capítulo de desarrollo nacional con justicia social. El artículo 27, sancionado por los asambleístas de Querétaro, es aún pilar maestro en la configuración del México nuevo que auspiciaron personalidades de la talla de Ricardo Flores Magón, Emiliano Zapata y Lázaro Cárdenas. Para cumplir con la demanda de justicia que el caudillo vallisoletano planteó al Congreso de Anáhuac (1813), olvidada por más de 100 años, se reivindicó el derecho eminente de la nación sobre los recursos del país, su facultad de ordenar la propiedad privada en función de los intereses del pueblo junto con una distribución de la riqueza en nacional, social y particular, que al usufructuarla convertiríase en fuente sustanciadora de la nación y de la equidad colectiva. La propiedad nacional se contempló como el medio más apropiado para fomentar el desarrollo común en un fondo de mexicanidad purgante de tentaciones y apetitos extranjeros. Y estos conceptos revolucionarios, constitucionales y moralmente apercibidos por la población, se vieron sistemáticamente atacados por el núcleo contrarrevolucionario que acunaron Obregón y Calles, presidentes que por presión estadunidense transgredieron el mencionado artículo 27 en los términos del llamado Tratado de Bucareli (1923). Esta vieja contrarrevolución es la que hoy se reanuda al propiciar el Poder Ejecutivo las "reformas estructurales", o sea, la entrega de los recursos nacionales energéticos al capitalismo trasnacional estadunidense y sus asociados del interior, reformas que, a pesar de no haber sido sancionadas por el Congreso de la Unión -carece de competencia para hacerlo-, se están ejecutando por la vía de contratos que permiten al capitalismo producir electricidad y bienes petroleros al margen del revolucionario artículo 27 constitucional.

Hoy la propiedad nacional y social está en pleno declive; en cambio, la propiedad particular muestra un auge sin precedente, pero no la de los mexicanos y sí sobre todo la de los estadunidenses. Al transformarse la dependencia económica en dependencia política, florece como nunca la contrarrevolución que amenaza gravemente a la patria. Cabe observar que las reflexiones anteriores son la respuesta a la carta que un mexicano residente en Atlanta me remitió la semana pasada. Por motivos obvios no doy más señas de nuestro preocupado paisano.

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