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México D.F. Viernes 10 de octubre de 2003

Carlos Montemayor

Homenaje a Juan Rulfo

Hace algunos años -era verano- descendí de un viejo autobús griego, que hacía su ruta por pequeñas comarcas, en el pueblo de Arcadia. Vi un pequeño valle rodeado de cerros no muy fértiles; en el fondo, la aldea, en cuyos alrededores andaban sueltas cabras, gallinas, vacas. A pesar de los esfuerzos por decirme a mí mismo que estaba pisando una tierra universal que durante siglos inundó la poesía y los idiomas con su tono, sus ganados y pastores de altas reflexiones filosóficas y amatorias, no pude evitar el desastre de confesar que el Valle de Allende de mi infancia era más bello, más arbolado y con más cabras y vacas. No muy repuesto de esta comparación, me aventuré a recorrer otros sitios milenarios: el hilillo en que expira la Fuente de la Castalia, la belleza oscura y pétrea de la cordillera del Parnaso, donde me asaltó el pensamiento inmoral de que no eran más espléndidos que otros manantiales donde estuve de niño o de innumerables sitios de la sierra de Chihuahua. ƑQué había ocurrido en esos pueblos? O mejor, Ƒqué habían hecho los poetas griegos con esos lugares? ƑCómo habían logrado transformarlos, agigantarlos, hacernos sentir que eran los más altos sitios del mundo?

Acaso habitar un territorio no es suficiente para la historia de los pueblos. Para que un territorio hable, signifique, es necesario ocuparlo con todo lo que comprenden los pueblos de sí mismos. Colonizar los territorios espiritualmente, con amor por la vida que se eleva como un espejo donde el pueblo encuentra ante sí la conciencia misma de su contemplación, de su descubrimiento. Esta mirada de los pueblos vuelta sobre sí misma torna única y perenne una tierra, un poblado, las aguas de un venero, las montañas o los hombres que en esos territorios aman, combaten, padecen. Los territorios ya no son tan sólo tierra, sino el recuerdo de los pueblos, la conciencia de los pueblos. La tierra de Israel, sus montes, sus ríos, son más por Isaías, por David, por los profetas; la tierra griega es ya sagrada porque la habitaron Homero, Esquilo, Sófocles; el Quijote ha engrandecido el suelo que imaginó sus pasos. Este movimiento de la tierra, esta doble habitación de territorios, su transformación en el corazón de los pueblos, en la vida que de su suelo nutre, lo han hecho James Joyce, con Dublín; William Faulkner, con el Mississippi; Walt Whitman, con Estados Unidos; Guimaraes Rosa, con el sertón de Brasil; Yáñez y Rulfo con Jalisco.

Pues bien, en nuestra literatura mexicana -una compleja literatura escrita en lenguas indígenas y en latín, no sólo en español- han convivido y combatido varias actitudes. A menudo a un escritor no le basta habitar nuestros territorios; la vida de nuestros pueblos no le es suficiente, y vuelve su rostro hacia sitios donde la cree más universal, más plena. Cree ser mejor al acercar sus palabras, sus libros, a la sombra de otros países. Más universal, entonces, parece lo que ocurre al poeta o al solitario en las calles francesas, inglesas o neoyorquinas; territorios más ricos parecen, más universales, más importantes que este país.

Juan Rulfo permanece en los territorios de México. Aquí se sumergió en la vida, aquí obtuvo lo que nuestra vida contiene, aquí remprendió lo que en México antes hicieron Rafael Delgado, Luis G. Inclán, Manuel Payno, Heriberto Frías, Mariano Azuela, Rafael F. Muñoz, Ermilo Abreu Gómez, José Rubén Romero, Martín Luis Guzmán, Agustín Yáñez; lo que en América Latina quizá se debe a Rómulo Gallegos, Ciro Alegría, José María Arguedas, Guimaraes Rosa, Miguel Angel Asturias. Forma parte de la más nueva tradición en las orientaciones literarias que se han dado en México desde que se llamó Nueva España. No es la tradición que polariza la universalidad que se busca fuera de los pueblos y lo universal que se quiere forjar a partir del localismo de un pueblo, sino la comprensión de que nuestra vida es lo que podemos poseer; que sólo cada uno de nosotros cuenta con su propia vida, que sólo con esta vida nuestra en este país nuestro contamos. Esta verdad simple puede transformarse en nosotros mismos, puede ser la mirada de nosotros, lo que podemos tener, ofrecer. La tarde o la noche que sobre nosotros cae en un páramo del norte, en una costa mexicana o una calle de esta ciudad de México, es la única tarde o la única noche que se nos entrega como posibilidad de ser testigos aquí, en este sitio que nadie más mirará, que si carece de testigos será una pérdida del mundo.

Para reducir la obra de Juan Rulfo a una literatura de contenidos rurales, es necesario olvidar momentáneamente que nuestro país se compone en su inmenso cuerpo de comarcas así, de ciudades medias, y que la vida ahí no es un expediente provisional de los hombres: es la totalidad posible de la vida humana. Rulfo va al encuentro no de la vida rural, sino al encuentro de lo que es nuestra vida ahí, en esos numerosos sitios de nuestras tierras mexicanas y latinoamericanas; en pueblos semejantes a los que contiene el mundo. Nos sorprende que la vida ahí sea total, plena, desatada como una tormenta sobre nuestros cuerpos, sobre nuestra historia, sobre nuestros recuerdos. Es la conciencia humana de esos días, de esos hombres. Esa actitud de Rulfo, esa conciencia, en una comarca más amplia o en una más insular, permite asomarse desde las ruinas de Comala, desde el silencio de Luvina, desde una calle de Lagos de Moreno o de la ciudad de México o de Londres, permite asomarse, como desde la misma puerta o la misma ventana, a la vida, a la mirada que nos disuelve o nos incendia con su total milagro, con su rotunda e irremplazable oportunidad de ser todo lo que nos fue posible ser, lo que era posible, lo que será posible.

En el luminoso lenguaje, forjado tan persuasivamente natural, tan engañosamente sencillo, de El Llano en llamas, de Pedro Páramo, nos asombra, nos conmueve que desde nuestras comarcas la vida sea tan profunda; que esa sea nuestra profunda vida. En sus palabras están los hombres que somos; los luminosos ojos de la vida que nos mira. En esas páginas amamos nuestra vida, la vida que somos. Nos estremecemos, otra vez con el milagro de acercarnos profundamente a nosotros mismos, a los ojos que miran, a los inmensos y profundos ojos que somos; a los ojos que buscamos, que esperan en el profundo y oscuro espejo que quizá seguimos siendo también nosotros mismos.

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